Federico Rivolta

CONFESIONES A UN ALFIL

Los martes y jueves me reúno a jugar al ajedrez con mi gran amigo alfil. Somos muy diferentes, él: tan metódico y pensante, yo: impaciente y distraído. De más está decir que casi siempre me gana.

Afortunadamente, mi amigo suele darme consejos y mostrarme dónde me equivoco, pero tengo la sensación de que estoy jugando cada vez peor. El jueves pasado tuvimos una charla al respecto.

– ¿Cómo lo hacés? – le pregunté –, ¿cómo lográs tal poder de concentración?

Su enjuto rostro tardó una eternidad en reaccionar.

– Así es el juego – contestó a secas.

– Pero yo no puedo dejar de pensar en las piezas mientras estamos jugando.

El alfil soltó un prolongado y suave suspiro que luego completó con un serio:

– Eso es precisamente lo que se debe hacer cuando se está jugando al ajedrez, pensar en las piezas.

Es realmente difícil dialogar con él mientras jugamos, ya que apenas logro que quite los ojos del tablero y me ponga un poco de atención. Ese día, como siempre, tomaba las piezas y las trasladaba con movimientos lentos y delicados; verlo jugar es realmente hipnótico.

Le confesé que tengo un problema: una imaginación hiperactiva y patológica que no me permite concentrarme. No es que yo no pensara en las piezas, sino que las pienso fuera del tablero, no como parte de un juego, sino más allá de él; veo sus personalidades, sus virtudes y sus defectos, escucho sus historias y me confían sus miserias.

– La torre, por ejemplo, es como un elefante durmiendo plácidamente en la sabana, pero despierta furioso cuando alguien intenta atacar a su rey. Cuando veo al alfil, en cambio, veo una persona que me llena de intriga. Es un confidente del monarca o incluso su consejero, pero a veces lo veo como un traidor enamorado, ya sea de la dama o simplemente del poder. El caballo, bueno… el caballo es quizás el personaje más extraño del tablero, él nunca deja de sorprenderme. Es una persona peculiar que observa el mundo desde una perspectiva diferente. De un caballo sólo se puede esperar lo inesperado.

Seguí explicándole lo que yo veía en cada una de las piezas, pero su monocromática visión del mundo nunca le permite ver más allá de su larga y soberbia nariz.

– ¡El caballo! – exclamé –, ¿no lo ves? Es como un fuego que ataca según medida y se esconde según medida. Nunca pasa de moda, es el señor del cambio y no escatima al engañarnos. Es parte hombre, parte animal; es un ladrón que le robó una de sus mil máscaras a Nyarlathotep. Un caballo nunca realiza dos veces el mismo movimiento, pues la segunda vez el partido no será el mismo, como tampoco lo será el caballo.

El árido rostro de mi contrincante no delataba sentimiento alguno, decidí entonces continuar con mi discurso:

– La dama es la personificación de la naturaleza, es quien hace crecer las cosechas y multiplicar el ganado, es la Pachamama, el amor de Jenófanes a la tierra. La reina del tablero es demasiado indómita para vivir recluida a un castillo, ella atraviesa el campo de batalla empuñando una daga, y se baña en la adorada sangre de Shub-Niggurath.

La inmutabilidad de mi compañero me resultaba en verdad desesperante.

– Las reinas se detestan entre sí y ansían enfrentarse, cuando esto sucede, las demás piezas dejan de pelear para observar el legendario duelo. Es casi inevitable que se maten la una a la otra, pues el tablero no es lo suficientemente grande para ambas.

Mi amigo estaba sumergido en una insondable meditación, perdido en una plataforma de pensamientos vacíos, por lo que seguí con mi monólogo, subiendo aún más el volumen:

– El alfil también tiene su carácter, es una persona tan esbelta y elegante, como mezquina y envidiosa. Su gran poder de convicción mantiene a los peones en la palma de su mano; ellos lo siguen incluso más que al rey mismo. Es una pieza sagaz y precisa, como un pensamiento de Anaxímenes. Es rápido y ligero como el aire, pero a la vez puede ser casi tan destructivo como Yog-Sothoth. Sólo se doblega ante su propia sed de poder y vive ansioso por sumar un nuevo cráneo a la montaña que eleva el trono que sueña con poseer.

– Y la torre es lenta y tonta, ¿verdad? – me preguntó incisivamente mientras su rostro ensayaba una inquietante sonrisa.

– No, no es tan sencillo – le respondí –, la torre no es lenta, es paciente, ella espera a que llegue el momento propicio para entrar en acción. No es ninguna tonta, nunca comete errores. Ella piensa antes de tomar cualquier decisión, no por temor, sino porque jamás podría permitirse fallarle a su rey. Es como el agua detrás de una presa, es un gigante de la altura de Thales de Mileto. Su estoicismo sólo es comparable al de un monje sectario frente a la peste, y es capaz de dormir por eones junto a Cthulhu, en su sumergido reino de R’lyeh.

Mi amigo permanecía con la boca entreabierta mientras yo seguía desarrollando mis ideas:

– Frente a la realidad cambiante y efímera que todos percibimos, detrás de la apertura y de los movimientos básicos, se esconde la esencia misma del ajedrez. Creo que fue Parménides quien dijo que el momento de la verdad del partido, ese instante en el cual el ajedrez deja de ser un juego, es precisamente cuando hace su aparición la venerable y temible torre.

Me resultaba imposible saber si el alfil estaba reflexionando sobre los pensamientos y comparaciones que acababa de manifestarle o si en realidad no comprendió mi perorata en absoluto.

– ¿Entendés lo que te digo? – pregunté indignado.

Su hermético semblante no revelaba la más mínima pista de lo que cruzaba por su mente. Me miró, luego miró el tablero y, tomándose todo el tiempo del mundo, realizó el movimiento que vendría escudriñando desde hacía unas veinte jugadas atrás. Finalmente concluyó el partido y la conversación con un tajante:

– No. Jaque mate.


 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Federico Rivolta.
Publicado en e-Stories.org el 28.10.2014.

 
 

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