Alejandro Cuervo Vigoa

Insane!

Todo comenzó en ese instante en el que dejé de respirar de la misma manera. Aquella tarde había satisfecho ese deseo, que a veces consideraba estúpido, de ver al adivino, un consultor del oráculo cuya misteriosa mirada era capaz de leer un corazón entero. Pero, al salir, en mí habitaba ya otro ser, uno completamente desnudo y desprotegido, la noticia hacia tambalear y desequilibraba molestamente mis piernas. Ese día supe que iba a morir, iba a morir sin saber cómo, cuándo o dónde, pero iba a morir. Quizás mis inexpertos años habían evitado que este pensamiento cruzara mi cabeza, pero ahora la verdad era inminente y caían montañas sobre mis hombros.
 
De ahora en adelante pocas veces permanecía sentado, no conciliaba el sueño y la luna era mi verdugo mientras, apoyando mis manos y mi barbilla sobre las rodillas débiles, desataba toda una serie de pensamientos que, en lugar de calmar, agudizaban mi sufrimiento. Medía, a grandes pasos; el cuarto de paredes enmohecidas y olvidadas por el tiempo. Siempre me encontraba agitado, inquieto, como si esperase ansiosamente el final. MI cuerpo se retorcía fríamente al menor ruido y levantaba la cabeza sabiendo que me buscaban, así permanecía con mis facciones contraídas en una eterna mueca de terror. La confianza me abandonó como un viejo y repugnante reptil que se arrastra lentamente. En la cena, junto a mis amigos, empuñaba felizmente un escalpelo, que sin duda o vacilación, clavaría en sus pechos con la calma y el brillo de un diestro cirujano a la menor risa o mirada burlona. El espejo solo reflejaba un alma martirizada por el miedo constante que en las calles se apodera de mi como una grave fiebre que se hacía más intensa con una carrera hasta encontrar la soledad en un sótano, allí pasé todo el día. Al llegar la noche, temblando de frio, me escurrí como un astuto ladrón hasta el cuarto y permanecí inmóvil, atento al más insignificante sonido.
 
Temprano en la mañana escuché una voz en la sala, y aun sabiendo que era mi vecina, salí huyendo sigilosamente. Presa del pánico, eche a correr por la calle. Los perros ladraban y me seguían como endemoniados, todos asombrados, me gritaban. El viento soplaba maldiciones en mis oídos y seguía corriendo, corriendo, enloquecido y espantado como si toda la violencia del mundo viniese tras de mí cazándome furtivamente, sensación a la que dio fin un automóvil y la ultima y estúpida vista de mi cara en la calle sobre un charco de sangre. Al despertar descubrí en mí una sonrisa y un deseo de vivir que
 

hasta hoy no se  han borrado.

 
 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Alejandro Cuervo Vigoa.
Publicado en e-Stories.org el 14.01.2015.

 
 

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