Camilo Villarroel Flores

El crimen durante el musical de Semana Santa, parte 1

Redactado de las memorias de Elena Adame, novelista de misterio, fallecida un 12/09/2003.

Quizá me conozcan como la autora de la serie de novelas policiales protagonizadas por Damián Parra, el detective adolescente. Llevo escrita una saga de cinco novelas sobre el personaje, lo que me abrió un mundo de contactos gracias a los cuales podía desarrollar mis historias. Por ésta especie de pasión que tengo por el tema no pude pasar por alto la serie de eventos desafortunados cierto Jueves Santo del presente año 2002. 
Además de ser escritora famosa, soy madre de dos hijos y esposa separada hace ya casi un año. Mis dos retoños estudian en el Liceo Católico de Tomás de Aquino; el mayor cursaba cuarto medio a meses de graduarse para ingresar a la universidad y el segundo en sexto básico. Este liceo solía organizar actos para Semana Santa cada año, pero este año harían una función de Jesucristo Superstar con un elenco de cantantes y actores famosos. Honestamente no soy muy buena con los nombres de los actores, recuerdo unos más que otros, pero no empezaré a entretener al lector con una serie de nombres de los cuales ni yo me fío.  Según lo que leí de la invitación, cada alumno tenía derecho a asistir con un apoderado y que la función comenzaba a las 20:00 horas en el teatro del liceo. 
— No tengo idea qué hago yendo a ver un musical repetido— se quejó mi hijo mayor, Astor Heredia, mientras estábamos sentados en el taxi camino al liceo. 
— Bueno, perdiste porque ya estás en el taxi— le contesté, intentando ocultar la sonrisa— ¿Qué tanto te quejas? Paola me dijo que también iría con Ricardo y él no armó tanto escándalo.
Ricardo Pascal era amigo de mi hijo desde los nueve o diez años de edad y, a pesar de que eran muy diferentes, se complementaban muy bien. 
— Eso te dirá ella.
Me giré hacia Astor para verlo hundido en el asiento del vehículo con la palma derecha apoyada en la mejilla en señal de aburrimiento. Astor era un joven con una apariencia bastante particular. Tenía el cabello cobrizo muy desordenado y una nariz fina y afilada que heredó de mi lado de la familia; era tan delgado como pálido y medía cerca  de un metro setenta a   sus dieciocho años, estatura considerablemente baja en comparación de sus iguales. Pero lo más notorio, exótico o incluso un poco atractivo eran sus ojos grises que brillaban por los rayos solares que entraban por la ventanilla. Ni en mi familia ni en la de su padre, y tampoco su propio hermano menor, nadie poseía ese color de ojos similar al de un halcón. Sólo Astor Heredia. 
Dejé de lado la conversación para avisarle al taxista que ya habíamos llegado a nuestro destino. El llamado Liceo Tomás de Aquino era una mole color escarlata cuyo techo estaba adornado por una cruz de metal que se distinguía a kilómetros. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, Paola Maturana esperaba en la entrada de éste acompañada por su hijo Ricardo. 
— ¡Elena!— exclamó mi amiga, botando el cigarrillo en la acera. 
Todos nos saludamos afectuosamente y nuestros hijos adolescentes se alejaron de nosotras. Me pareció curiosa la diferencia entre Ricardo y mi hijo. El joven tenía la espalda ancha y la piel morena por el sol; siempre que lo veía usaba un jockey con la víscera hacia atrás. Le sacaba media cabeza a Astor y por un momento agradecí al cielo que fuesen amigos. 
— Si tú estás aquí, ¿con quién dejaste a Félix?— Paola me sacó de mis pensamientos. 
— Con mi mamá, ¿y tú qué hiciste con Javier? 
— Con su padre— respondió ella casi sin entusiasmo. 
Aunque Ricardo y el pequeño Javier eran hermanos, sus padres eran distintos hombres. Sin embargo, eso no influye en esta narración. 
— ¿Qué crees que hablarán esos dos?— señaló Paola a nuestros hijos, que caminaban muy por delante nuestro en el pasillo. 
Se me hizo fácil imaginar a Astor hablando sobre las novelas policiales que sacaba de mi biblioteca sin mi permiso. 
— No lo sé— dije—, cosas de adolescentes, ¿qué importa, Paola?
Dentro del establecimiento, el cual era muy grande por cierto, había muchos alumnos con su apoderado invitado. Entre ellos pude notar que habían chicas con banderas y camisetas con la cara del cantante Ted Lerner.  
— ¿Y ese quién es?— preguntó Astor con claro desinterés. Sólo preguntaba para saciar su curiosidad. 
— ¿En serio no lo conoces?— le dijo Ricardo— Es un cantante argentino muy famoso. Por lo que leí en la invitación de la obra, va a hacer de Jesús. 
La cara de aburrimiento de Astor cambió a una de travesura y con ella miró a Ricardo. Conocía esa cara muy bien, ya que la colocaba siempre antes de molestar a su hermano. Me pareció que Ricardo también la conocía, porque respondió antes de que mi hijo dijera ninguna palabra. 
— No seas idiota— dijo—, mi mamá tiene todos sus CD's y vez que puede los pone a todo volumen. 
Pude ver que Paola se sonrojaba ante lo dicho por su hijo, confirmando que era cierto. Yo no era fanática, pero lo conocía de apariencia. Era ese tipo de hombre que vendía por ser guapo y tener unos duros abdominales, más que por sus líricas. 
— ¿Qué hora es ya?— pregunté a mis tres acompañantes. 
— Son las siete recién, llegamos bien— contestó Paola, mirando su reloj de pulsera. 
Estaba a punto de decir que teníamos tiempo de sobra para comprar algo para comer, cuando un grupo de chiquillas empezaron a gritar emocionadas. 
— ¿Qué pasa?— volvió a decir mi hijo, colocando su mirada sobre el escándalo. 
Como respuesta a su consulta, los portones traseros se abrieron para dar paso a unas furgonetas negras que ingresaron una tras otra como una caravana. Supe que eran los tipos de la obra gracias a los gritos chillones de las mujeres presentes, sino habría sido capaz de llegar a pensar que era el Presidente de la República. Antes de ver a cualquier famoso, los auxiliares del establecimiento hicieron de barrera para evitar que las fanáticas se les abalanzaran.  
— Por Dios, ¿cómo es posible tanto caos?— me preguntó Paola observando la situación. 
— Bueno, tú estarías igual si tuvieras esa edad— dije. 
Minutos más tarde, entre auxiliares y profesores consiguieron a duras penas hacer ingresar a todos al enorme teatro. Para que el lector se haga una idea del mismo, tenía un enorme escenario cubierto por un telón bermellón. A ambos lados de este habían puertas de Salida de Emergencia con el respectivo cartel anunciándolas y otra un poco más al centro del teatro. Frente al escenario estaban los más de mil asientos en los cuales padres e hijos se ubicaron unos junto a otros. Nosotros cuatro habíamos quedado casi al centro del salón, teniendo una excelente vista del escenario. Volví a preguntar la hora y supe que faltaba un poco más de media hora para el comienzo del musical, tiempo suficiente para ir rápidamente al baño. 
Cuando regresé y me disponía a abrir la puerta de ingreso, una voz masculina desconocida me paró en seco. 
— Pero si es la Reina del Crimen— dijo—. La Agatha Christie chilena. 
Ese era el apodo que me había puesto la prensa por mis novelas de misterio. Sabía que debía sentirme halagada, pero no me sentía a la altura de Agatha Christie. Me giré hacia la voz y me encontré con un hombre bajito y calvo con unos anteojos enormes. Algo me dijo que era el director de la presentación. 
— Me llamo Justo Farías, director del musical— me extendió una mano velluda—. Me he leído todas sus novelas, soy fanático del detective adolescente. Dígame algo, ¿quién es la Señora X?
Detestaba que me pregunten por la trama de mis historias, menos por un personaje tan fundamental como la villana de la saga. 
— Queda muy poco para que lo averigüe— respondí e intenté abrir la puerta otra vez. 
Justo Farías me detuvo una vez más, colocando sus manos sobre mí.  
— Por favor, por favor— insistió—, para mí sería un honor que pudiera darse un paseo conmigo detrás del escenario. Si no es mucha la molestia. 
Para ser honesta no tenía ganas de ir, ya que sólo quería sentarme y ver el musical. Pero al ver el rostro de súplica del hombre tuve que acceder por el bien de mi relación con los fanáticos. 
Me guío por otra puerta, oculta para el resto de asistentes, que nos llevaría a una parte levemente iluminado y por un pasillo alcancé a vislumbrar parte del telón que me impedía ver al público al otro lado. Me sentía como una entrometida hasta que recordé que el mismo director me llevó hasta ahí. A pesar de la oscuridad, alcancé a distinguir al hombre junto a varias personas, en su mayoría hombres, y cuando noté que todos vestían con ropajes antiguos caí en la cuenta que eran los mismos actores. 
— Señores, señoritas— Farías tomó su atención hablando entre susurros—, hoy es un día especial porque tenemos como invitada estrella a la mismísima Reina del Crimen, Elena Adame. 
Mientras me presentaba, extendió su brazo en mi dirección y me sentí invadida por las miradas de asombro del elenco. 
— ¿Elena Adame?— exclamó uno de los actores. Hasta yo temí que su voz se escuchara a través del telón. 
Lo reconocí de una telenovela que veía junto a mi madre, su nombre era Carlos Briceño. Increíblemente tenía la misma estatura que mi hijo y lucía un peinado tan crespo que parecía sacado de los años setenta. Su vestimenta me indicó que era nada más ni nada menos que el intérprete de Judas Iscariote, uno de los protagonistas del musical. Me dio un apretón de manos con delicadeza. 
— La misma— dije yo casi sonrojada. 
— Es un enorme gusto— dijo otra miembro del elenco que corrió hacia mí. 
La mujer era muy hermosa, con una cara larga y blanca como el papel; su cabello azabache estaba tomado con un moño de tomate que no lograba verse desde mi punto de vista. Dijo que se llamaba Ivonne Valenzuela y el hecho que se presentara me señaló que no era más famosa que yo misma. Yo, todavía avergonzada por la situación, respondí con una risita. 
— ¿Y qué trae a la famosa escritora a vernos?— me preguntó entusiasmado Carlos Briceño. 
Hasta ese momento no me había fijado de la ausencia del director. Mientras me hablaban, miré alrededor para buscarle, pero no lo encontré y me sentí un poco aliviada. 
— Ah, mi hijo va en este liceo— respondí con una sonrisa— así que estoy aquí en mi rol de madre. 
Noté en las miradas de ambos actores que mi respuesta los hizo recordar a sus respectivas madres, pero continuaron sonriendo y tuve la impresión que seguirían haciendo preguntas cosas hasta que se sobresaltaron por otra exclamación. 
— ¡Pero Ted, por favor, deja de decir eso!— era la voz de Farías desde el fondo de los camarines. Sonaba bastante frustrado. 
— ¿Qué está pasando?— pregunté sin ocultar mi preocupación. 
Creí que Carlos Briceño o Ivonne Valenzuela iban a decir algo, pero sólo miraron siguiendo el grito. Para mi sorpresa, un anciano vestido con un traje rojo fue el que me contestó. 
— Es el idiota de Ted Lerner— dijo, mientras terminaba de arreglar su corbata negra—. El muy petulante quiere dejar de actuar para dedicarse a su nuevo matrimonio. 
El anciano también era bastante conocido. Su nombre era Bernardo Plaza, un cantante de la época de Buddy Richard o Peter Rock; a éste lo reconocí porque hace unos días había leído que su esposa lo había abandonado por un cantante más joven. Ese hombre no era otro que Ted Lerner. 
El director regresó limpiándose la frente con un pañuelo blanco. Intentó pasar disimulado y se dirigió al elenco como si no hubiera ocurrido nada. 
— ¿Saben dónde está la botella de Ted?— preguntó. 
Briceño negó con la cabeza, pero Valenzuela pareció saber la ubicación de la botella y desapareció después de afirmar que ella se la iría a dejar al camarín. 
— ¿Botella?— consulté extrañada. 
— Sí— dijo Farías—, Ted tiene el hábito de tomar agua antes de cantar. Es para aclarar su garganta o algo así— al decir esto hizo un gesto de desinterés con la mano—. Bueno, maestra, la obra ya va a comenzar así que le pido que regrese a su asiento. Espero que disfrute la función. 
Me avergoncé de que me llamase "maestra", pero no tuve tiempo de decir nada porque ya estaba fuera de nuevo. Desde de ahí alcancé a escuchar que Plaza seguía reclamando contra Ted Lerner. 
No tardé mucho en volver a mi asiento, junto a Paola claro, quien comenzó a interrogarme por mi demora. No entré en detalles y sólo afirmé que se había acabado el confort. Antes de que bajaran las luces del teatro, me giré hacia mi hijo. Astor estaba en la misma posición con la que venía en el taxi y comencé a temer que pasara toda su vida con esa misma cara. 
Comenzó el sonido de guitarra clásico del musical original como introducción a la función. Lo que llevaba de historia era bastante fiel a la obra original. 
— No entiendo quién es o qué hace ese viejo ahí— dijo Paola entre susurros—. Se pasea con cara de malo por todos lados y sólo canta junto a los sacerdotes. 
Hablaba de Bernardo Plaza, esterilizado como Satanás, personaje que no aparece en la versión original del musical. Imaginé que a un hombre como Plaza le debía molestar un personaje como ese. Le expliqué esto a mi amiga, la cual pareció conforme. 
El resto de la obra transcurrió de forma normal hasta el momento de la Última Cena y el motivo por el cual relato todo esto. Estaban todos los apóstoles, agregando al traidor Judas Iscariote y María Magdalena- interpretados por Briceño y Valenzuela, claro-, y al mismo Satanás tentando al primero, sentados a la mesa para empezar la cena y mientras cantaban el coro apareció ante ellos un Ted Lerner vestido con una túnica excesivamente blanca. De repente, cuando todos centramos nuestra atención en él esperando su parte de la canción, Ted Lerner se llevó las manos al cuello y en lugar de cantar, emitió una arcada terrorífica para después de desplomarse sobre la mesa ante todos nosotros. 

 

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Camilo Villarroel Flores.
Publicado en e-Stories.org el 18.02.2016.

 
 

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