Jona Umaes

Anacardos

          Carlos tenía la costumbre de comer frutos secos para merendar. Se sentaba en el sillón con un vaso de zumo, y picaba nueces, almendras o lo que tuviera a mano en la cocina. Sabía de los beneficios que tenían para la memoria, la energía que aportaban, aparte de su cualidad antioxidante. Pero aquella tarde que fue a la cocina, se encontró que no le quedaban. Eso le contrarió, pues suponía romper su hábito del que no podía prescindir, así que más corto que perezoso, se puso los zapatos y allá que fue a la tienda a la que solía acudir para surtirse de tan preciados manjares.

          Por el camino, se dio cuenta de que habían abierto un nuevo negocio en el que vendían especias de todo tipo, aparte de frutos secos y golosinas. El escaparate estaba repleto de productos coloridos y elegantemente presentados, para engatusar al viandante. Alzó la vista al rótulo y leyó “Herboristería Ana”.

 

—Buenas tardes. Esta tienda lleva poco tiempo, ¿verdad? Vivo cerca y no me había fijado hasta hoy.

—Buenas tardes. Sí llevo solo un par de semanas —contestó la dependienta.

 

          La chica tendría unos treinta y pico años, algo más joven que Carlos, con el cabello liso, rubio cenizo, y de estatura media. Discretamente maquillada, lucía, eso sí, unas largas pestañas que engrandecían sus ojos castaños. No necesitaba más para que los clientes se fijaran, pues con aquella mirada podía encandilar a cualquiera que se le acercara. Había que reconocer que sabía llevar su negocio, pues todo estaba rigurosamente ordenado y limpio. También, sabía que, tanto o más importante, era el trato personal con el cliente y en ese aspecto, tampoco se quedaba atrás.

 

—¿Llevas el negocio tu sola? ¿No te importa que te tutee, verdad?

—Claro que no. Sí, ya tengo experiencia en ventas, no se me da mal.

—Muy bien. Bueno, verás, vengo buscando algún fruto seco distinto. Normalmente tomo nueces y almendras. ¿Qué me aconsejas que sea, así por el estilo?

—Pues mira, los anacardos, están muy ricos y tienes muchas propiedades: regulan el colesterol, fortalece las defensas, y en general son buenos para la circulación y los nervios.

—Muy interesante. Anacardos… ¡Qué bien suena! —a Carlos le entró una fiebre repentina. Se quedó embobado con la mirada de la chica y creía estar contemplando el paraíso—. Debe ser cosa del destino… —terminó diciendo como pensando en alto.

—¿Perdona?

—¡Sí! “Anacarlos”… ¿No te das cuenta? Te llamas Ana, ¿verdad? Yo Carlos.

— Sí, pero es con “d”: anacardos.

— Bueno, te pierdes en menudencias. ¡Por una letra no vamos a discutir! Ana-Carlos, ¡es hermoso! Suena genial —dijo él, con sonrisa idiotizada—. La chica sonrió de escuchar semejante tontería. Le hizo gracia la ocurrencia y la cara de pasmarote del otro—. ¡Y qué dientes más bonitos tienes!, tan blanquitos.

—Ja, ja, ja, gracias. Eres un adulador, me vas a ruborizar —dijo ella sonrojándose.

—Te sienta muy bien el sonrojo —dijo Carlos, con dos corazones por ojos.

 

          Hacía tiempo que nadie la hacía la corte. El corazón se le aceleró. Todo aquello la pilló desprevenida y no pudo evitar emocionarse. Pero tal situación no es que surgiera de la nada. Algo había en el ambiente que lo provocaba. Una lluvia de corazoncitos invisibles caía cual plumas sobre ellos, de la mano de Cupido, que la introducía reiteradamente en una bolsa roja.

 

— ¡Venga, alegría, tortolitos! —decía el travieso ángel que se había colado en la tienda.

 

          En ese momento que los dos se miraban con sonrisas sospechosas, entró un par de viejecitas. Al ver la escena se pararon a contemplar la estampa. La chica ni se dio cuenta de su presencia. Solo tenía ojos para él.

 

—¿Has visto a esos dos? —le dijo una a la otra, por lo bajini—. Hacía tiempo que no veía a una pareja mirarse así. ¡Ay! ¡qué bonito es el amor…! —terminó suspirando.

—Ejem —dijo la otra, carraspeando.

 

          Ana giró la vista hacia donde había escuchado el sonido, aún con la sonrisa en la boca. No entendía qué hacían esas señoras ahí esperando, hasta que salió de su embeleso.

 

—¡Hola! Pasen, pasen. ¿Qué desean? —dijo ella acercándose.

—¡Señoras! ¿podrían venir en otro momento? —dijo él irritado, haciendo gestos dirigidos hacia Ana, y abriendo exageradamente los ojos, que movía intermitentemente de la chica a ellas y viceversa.

 

          Al escuchar aquello, Ana se dio la vuelta bruscamente y se topó con Carlos, que se había acercado a ella. Sus rostros estaban tan cerca, que todo a su alrededor desapareció, quedando sus miradas enganchadas de nuevo, sin poder soltarse.

 

—Vámonos querida. Creo que hemos venido en mal momento. Me voy a empalagar de verlos y tengo que cuidar mi azúcar.

—Pues a mí me parece un grosero —saltó la otra—. ¡Será desvergonzado!

—Venga, vamos. ¿¡No ves que ella no reacciona!? Se ha olvidado de que estamos aquí. No tienen remedio. Mañana volvemos.

 

          Las dos mujeres se alejaron, una tan tranquila y la otra alterada, protestando por lo ocurrido. En la tienda, cupido observaba la escena de los enamorados, con la barbilla apoyada en las manos, satisfecho por su trabajo.

 

 —¡Venga!, ¿a qué esperas? ¡Bésala de una vez! —decía el travieso ángel.

 

          En ese momento sonó el teléfono y ambos despertaron de su ensimismamiento.

 

—¡El teléfono! Voy a cogerlo —dijo ella, como disculpándose de tener que retirarse de él.

—Sí, claro. Ve —dijo el otro, condescendiente. Hasta que Ana no llegó al aparato, no dejó de mirarle, como si temiese que desapareciera.

—¿Sí, dígame? ¿pasiflora? Sí, creo que tengo por aquí. ¿En pastillas o hierbas? En hierba siempre es mejor, es más efectiva. De acuerdo, pásese cuando quiera.

—¡Qué bien atiendes!, y además, toda una experta en hierbas —dijo él admirado.

—¿Tú crees? Bueno, llevo muchos años en esto. Algo he aprendido. —dijo Ana complacida.

—Hasta tus arrugas me parecen bellas —dijo él, sorprendido, sin saber por qué decía eso.

—¿Arrugas? ¡Yo no tengo arrugas! Tengo la piel tersa y joven —dijo ella ofendida.

—Sí, sí, las patitas de gallo. Ya empiezan a aparecer, pero ¡te sientan genial! —Carlos no podía creer lo que estaba diciendo. Las palabras le salían solas.

 

—¿Pero, qué está haciendo el tontolaba este? —dijo Cupido, tan sorprendido como la propia chica, que no podía creer lo que estaba oyendo. Y es que, en el aire, junto a los corazoncitos invisibles, habían aparecido, de repente, negros rayos con punta roja que se abrían paso, para adueñarse del espacio aéreo. Procedían de un diablillo, que había irrumpido en la tienda, sorprendiendo hasta al propio ángel del amor.

 

—¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Yo llegué antes! ¡Vete ahora mismo! Me vas a estropear la faena —protestó Cupido.

—¡De eso nada! Yo también quiero divertirme. ¡Toma rayos, toma! —y siguió arrojándolos como flechas contra Ana y Carlos, extrayéndolos de una aljaba que llevaba a la espalda y que parecía no agotarse nunca.

—¡Que los dejes tranquilos! —y allá que se enzarzaron en una pelea, tirándose de las orejas, metiendo el dedo en la nariz del otro, y haciéndose cosquillas, entre otros pueriles golpes bajos.

 

          Mientras tanto, la conversación de Ana y Carlos se volvía cada vez más tensa.

 

—¿Ves? No tengo nada de arrugas —dijo Ana, acercando su rostro al espejo que tenía tras ella.

—¡Si no tiene nada de malo! Los años no pasan en balde —Carlos no podía dejar de decir barbaridades, y lo peor era que su boca parecía tener vida propia.

—¿Cuántos paquetes de anacardos quieres? –zanjó ella, fulminándolo con la mirada.

 

          El rifirrafe entre Cupido y el diablillo acabó cuando el primero metió al otro unos de sus corazones en la boca, obligándolo a que se lo tragara. Eso hizo que el ángel malvado se enterneciese y cambiara radicalmente de actitud. Mientras le durase la digestión, estaría calmado y no daría problemas. Pero a Cupido le incomodaba su presencia, así que, con buenas palabras, le convenció de que abandonara la tienda y le dejase terminar el trabajo. Así hizo el diablillo, que se fue sin protestar y hasta le dio las gracias por la golosina que llevaba en el estómago.

          Una vez se hubo quedado solo, de nuevo, con la pareja, se puso manos a la obra para restablecer el orden. Sacó dos flechas de su carcaj y, lanzándolas al unísono, dio en sendos blancos.

 

—Dame dos paquetes, s’il te plait.

—Aquí los tienes —y los dejó sobre el mostrador—, pero antes que Ana retirase las manos, él, rápido como rayo, buscó el contacto, provocando que una corriente circulase locamente por cada uno de sus cuerpos.

—Perdona mi ofuscación. No sé qué ha ocurrido. Tengo que cambiar de gafas. Estas tienen ya varios años y muchos micro arañazos. Ha debido ser eso lo que me ha confundido —. Conforme hablaba, acariciaba con el dorso de sus dedos la mano de Ana, a la par que conectaban de nuevo con la mirada.

—¡Eso es una soberana tontería!, pero me gusta como improvisas —contestó ella, más alegre.

—Gracias, se hace lo que se puede. ¿Te gustaría tomar estos “anacarlos” conmigo? Damos un paseo cuando termines —. Carlos ya había retirado la mano, pero sus cuerpos continuaban cargados de la misma energía.

—Eso suena bien. Pásate a las 8.

 

          En esas estaban, cuando Cupido cruzaba la entrada de la tienda, con la satisfacción del trabajo bien hecho, en busca de dos nuevas víctimas.

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Jona Umaes.
Publicado en e-Stories.org el 13.03.2021.

 
 

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