Jona Umaes

Las puertas del olvido (final)


          Para no perder la noción del tiempo marcaba una raya en el tronco de la palmera en la que había montado su choza. Habían transcurrido tres meses desde que llegara a la playa tras el episodio angustiante en el que tuvo cortar la soga que lo ataba al fondo marino, para no ahogarse. Ya no guardaba esperanza de salir de aquel sueño que lo tenía preso.

          En el transcurrir de los días, había recorrido parte de la isla. Eran tan extensa que pensaba que ni en un año lograría conocerla, pero lo importante era que había logrado sobrevivir y desenvolverse en aquella jungla. Confeccionó varias armas con las que podía defenderse de ataques inesperados y eso le daba seguridad.

          Atrás quedó su primer y último encuentro con la pantera, pues no volvió a verla, aunque sí a otros felinos igualmente peligrosos y de los que había aprendido a mantenerse a distancia. El sueño en el que se vio postrado en el hospital era recurrente, aunque en distintas circunstancias. Llegó a la conclusión de que aquellas visiones eran la realidad, su realidad, y la razón por la que no podía despertar. Nunca podría abandonar aquella isla, salvo que sucediera algo extraordinario, ya fuera en ese lugar o al otro lado.

          Como cada día, se aprovisionaba de unos cuantos cocos, para dar buena cuenta de ellos durante la jornada. Se ocupaba explorando la isla, en busca de algo que ni él mismo sabía. De cualquier forma, no podía quedarse parado sin hacer nada, si no quería perder la cabeza. Manteniéndose ocupado, las preocupaciones se esfumaban, y se mantenía en forma. Quería conocer cada rincón de aquella isla imaginaria, aunque le llevase el resto de sus días. Partió temprano, al alba, y se adentró por el sendero que había trazado hasta llegar a la playa. Más adelante giraría hacia una nueva dirección y se adentraría en terreno desconocido.

          Para encontrar el camino de vuelta, dejaba marcas cada cierto tiempo, ya fuera en los troncos de los árboles, apilando piedras, o lo que encontrara a su paso, de forma que pudiera reconocer esas señales una vez emprendiera el regreso. Habituado al jolgorio de los monos y el canto de las aves, aquellos sonidos le pasaban desapercibidos, poniendo toda su atención en los ruidos nuevos, manteniéndose siempre alerta con su lanza en la mano.

          Tras unos kilómetros de continua vegetación salió a un claro, donde el sol centelleaba sobre las aguas de una laguna. Se sentó en la orilla para descansar, no sin antes observar todo lo que la circundaba. Ahueco agua en sus manos y se refrescó rostro, cabeza y cuello. Vio algunos peces de colores que salieron espantados al romper la calma de la superficie. A lo lejos divisó una montaña vestida de verde y se propuso llegar a ella sobre el mediodía. No podría ir mucho más lejos, pues debía estar de regreso antes de que oscureciera.

          Las aguas se aquietaron a los pocos segundos y pudo contemplar de nuevo a los peces, algunos de considerable tamaño. De vez en cuando tiraba al agua granitos de arena y estos, creyendo ser comida, se acercaban veloces, para desaparecer de igual manera desilusionados. Llevaba cinco minutos en aquella calma cuando vio una mancha oscura en movimiento que se acercaba rápidamente. No apreció su tamaño real hasta que no lo tuve a unos pocos metros, aquella cosa era enorme. Asustado, se levantó y retrocedió hacia los árboles, pero sin dejar de observar el agua. De repente, un pez asomó su enorme bocaza sembrada de dientes como cuchillas. Lo miró fijamente con sus ojos enormes y fríos. Su cabeza oscura brillaba reflejando el sol, y unos largos apéndices, a ambos lados de la boca, hacían las veces de bigote.
 

—Jamás saldrás de aquí —dijo con sonrisa grotesca. Parecía regocijarse con sus palabras.

—¿Por qué están tan seguro?

—Porque, aunque encuentres la fuente del despertar, no te atreverás a beber su agua.

—¿Dónde está esa fuente? —quiso saber.

—En las entrañas del monte de las coníferas.
 

          A continuación, el pez se sumergió de nuevo y desapareció de su vista sin agitar lo más mínimo las aguas. Se preguntó si la montaña a la que se refería era la que veía a lo lejos. Como su intención era dirigirse hacia aquel lugar, partió sin dilación con las palabras que acababa de escuchar rondándole la cabeza. Aquella fuente podía ser su salvación, aunque le inquietaba las palabras del pez parlante. “El agua es agua. ¿Por qué no iba a poder beberla?”

          Siguió su camino adentrándose de nuevo en la espesura y dejando atrás la pequeña laguna. Debido a la proximidad del agua y el cambio en la vegetación, se topó con mosquitos del tamaño de moscas que le martirizaban con sus picotazos, produciéndole sarpullidos que parecían quemarle la piel. Tuvo que acelerar el paso para alejarse cuanto antes del agua y dejar atrás aquellos bichos infernales. La comezón se le hacía insoportable y se le alivió hasta pasado un buen rato, aunque las ronchas continuaban ahí.

          No se deshacía de un problema cuando ya se le venía otro encima. Comenzó a escuchar sonidos entrecortados de animales. No tuvo que esperar mucho para divisarlos. A unos pocos metros delante de él una piara de jabalíes, rebuscaba por el suelo qué echarse a la boca. Cuando se dieron cuenta de su presencia, dejaron de emitir sonidos. Quietos como estatuas lo miraban al unísono. De repente uno emitió un chillido tan estridente que casi le perfora el oído. El resto le imitó abriendo sus bocas y, alzando sus colmillos afilados, avanzaron en tropel hacia él. Sin tiempo para pensar, corrió como alma que lleva el diablo. Giró a su derecha, abriéndose paso entre la maleza y soyándose la piel al descubierto. Era tal el pánico que sentía que parecía inmune al dolor. Solo cuando se dio cuenta de que había dejado atrás a sus perseguidores, se paró y se echó junto a un árbol, en la tierra húmeda, exhausto. La anestesia del horror dejó de hacer efecto y entonces le sobrevino de golpe el tormento de las heridas producidas en su huida.

          Aquello le abrió el apetito. Sacó uno de los cocos de su bolsa y se sació con su agua y su carne. En su huida, se había desviado de lo que iba a ser su ruta y ahora se encontraba desubicado. La densa vegetación y los enormes árboles a su alrededor le impedían ver donde se estaba la montaña. Se fijó en la dirección de las sombras producidas por los escasos rayos de sol que se colaban entre las ramas. Así supo hacia dónde dirigirse tras el incidente con los jabalíes.

          De nuevo en marcha, no tuvo más sobresaltos por el camino, y para su sorpresa, resultó no estar tan lejos de su objetivo, pues apenas había avanzado una hora cuando salió de la espesura y se encontró con un claro, al pie justo de la montaña. Desde tan cerca imponía su envergadura descomunal, los árboles la recorrían hasta la cima. Echó un vistazo rápido para ver desde qué punto acometerla. Se decidió por un lugar donde atisbó ciertas marcas de pisadas en la tierra. Parecía ser un sendero frecuentado por los animales, pues estaba prácticamente libre de obstáculos vegetales. Le abrumó la oscuridad reinante nada más adentrarse en el bosque. A pesar de ser medio día, la luz no podía atravesar los árboles que se perdían en las alturas. Era una noche anticipada, como la que ilumina una luna llena. Caminar entre penumbras le angustiaba. A eso se unió la brisa repentina que surgió de repente y levantó el rumor de los árboles, al zarandear sus ramas.

          Allí no se escuchaba ningún animal, parecía que los árboles eran dueños y señores de la montaña y no les agradaban las visitas. ¿Dónde estaban los pájaros? Quizás evitaban el lugar por alguna razón. La escasa luz no invitaba a crear ningún hogar en aquellas ramas. Pero durante el camino, las huellas de animales eran constantes. Seguramente sabían que más adelante el ambiente cambiaba. Su mente era un bullir de suposiciones y guardaba la esperanza que la luz del sol reapareciera en algún momento. Pero no fue así. Continuó andando hasta toparse con la entrada de una cueva. El sendero se bifurcaba en dos, a ambos lados. La boca de la montaña parecía la de un lobo, los bloques de piedra negra en los laterales se asemejaban a muelas podridas, y las aristas de las rocas afiladas en el techo servían de efecto disuasorio para los forasteros.

          Tragó saliva y se adentró en la amplia cavidad. Ya en los primeros metros la luz se redujo al mínimo. Se paró unos instantes y miró hacia atrás. Allí estaba la entrada que, en aquella oscuridad, ahora parecía agradablemente luminosa. En ese punto sintió una ligera corriente. En algún lugar de la cueva tenía que haber alguna abertura. Continuó avanzando y notó que el suelo se endurecía, la piedra dio relevo a la tierra. Sentía cada vez más frío. Su visión se adaptó a la oscuridad, que no era total, sino de una espesa penumbra en la que podía percibir los contornos de las paredes. Tuvo que aminorar el paso porque sus pies topaban continuamente con obstáculos. El camino giró ligeramente a la izquierda, con su mano palpando la pared húmeda se guiaba como podía. Entonces fue cuando vio la claridad en el suelo, unos metros más adelante la luz del día iluminaba el fondo. Aquello le animó y aligeró el paso. Cada vez veía mejor el suelo que pisaba y sus ojos fueron adaptándose a la luz que crecía en intensidad.

          Cuando llegó a la luz, vio una fuente en el muro de roca. La montaña parecía estar partida en dos, pues a derecha e izquierda, un camino la recorría perdiéndose de la vista. Miró hacia arriba y la pared de piedra ascendía hasta encontrarse con el cielo que lucía azul e intenso. La anchura del sendero era considerable, de unos cinco metros, eso hacía que la luz circulase por ellas como sangre por las venas, a pesar de la altura que lo delimitaba. El azul de cielo se veía reflejado en el agua acumulada. Esta manaba de una abertura en la pared, tan limpia que invitaba a beberla. Sobre el hueco del que surgía el caño líquido, puedo leer “Fuente del despertar”.

          A su mente volvieron las palabras del pez gigante: “No te atreverás a beber su agua”. Se preguntó por qué diría aquello. Lucia tan limpia y pura que daban ganas de beberla y no parar. Lo que indicaba el letrero era una invitación a tomarla. Esa fuente parecía existir por él, lo cual era lógico, ya que era su propio sueño, y solo él podía vivirlo. Aproximó su rostro al chorro dispuesto a beber, con la esperanza de terminar con aquella pesadilla. Con los ojos cerrados, sorbió el agua pura y fresca, hasta que comenzó a notar que esta adquiría sabor. Se incorporó sobresaltado y observó que el agua se estaba enturbiando. Comenzó a adquirir cierto tono ocre. Al mismo tiempo, flashes en su mente le hacían tener visiones de sí postrado en una cama. Ya no encontraba en el hospital, sino en su casa. Las imágenes que solo aparecían en sueños, ahora las veía frente a la fuente. Lo poco que bebió fue suficiente para que surgieran.

          Su pareja se encontraba en la habitación cuando percibió cierto movimiento en las manos de él. Rápidamente, se acercó a la cama y comenzó a hablarle. Le tomó una mano y la apretó con fuerza, agitándola mientras pronunciaba una y otra vez su nombre. Noto una nueva sacudida y eso hizo alimentó su esperanza de que lograse despertar. Comenzó a gritarle, quería que la escuchase y terminara de abrir los ojos. La mano continuaba moviéndose por momentos. Desesperada, le dio un guantazo tan fuerte en la cara que el anillo girado que llevaba en el dedo le rasgó el labio, haciendo que la sangre manara de su boca.

          El agua que en un principio era transparente iba oscureciéndose por momentos, adquiriendo un tono rojizo. Al poco se espesó de tal manera que emitía un aroma peculiar, metálico, era sangre. El fondo de la cavidad que antes se veía claramente desapareció de su vista, se vio reflejado como en un espejo en imágenes deformes por el vaivén de la superficie. Aquello le revolvió el estómago. La fuente manaba sangre. Ahora comprendía lo que quiso decir el pez, pero las imágenes de él postrado en la cama se sucedían en su cabeza. Veía a su pareja junto a él, zarandeándole.

          Sabía lo que tenía que hacer, pero solo de pensarlo le entraban ganas de vomitar. Nunca había visto tanta sangre acumulada. El desagüe de la fuente estaba pintando de hilos rojizos el suelo que pisaba. La escena se le antojaba demoledora. No podía soportar presenciar por más tiempo aquello. Se abalanzó sobre el caño sangriento y bebió y bebió de la sangre caliente, embadurnándose la boca.

          Se incorporó violentamente en la cama, con respiración entrecortada, tosiendo y tragando aire como pez fuera del agua. Ella la abrazó loca de alegría.
 

—¡Estoy fuera, estoy fuera! —dijo emocionado al verse de nuevo en la habitación.

—¡Has despertado! ¡Ya no podía más con esto! —dijo ella.

—Te veía desde el otro lado. ¡Era angustioso!

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Jona Umaes.
Publicado en e-Stories.org el 24.04.2021.

 
 

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