Jona Umaes

Barco fantasma

 

          La tormenta y el viento huracanado habían encrespado la mar de tal manera que las olas manejaban las quinientas toneladas del barco como si fuera un madero. El capitán se desgañitaba lanzando órdenes por doquier para que los destrozos fueran mínimos y se perdieran el menor número posible barriles, los cuales habían fijado firmemente con cuerdas. A pesar de todo, los fuertes golpes de mar hacían volar objetos y algunos hombres salieron despedidos hacia la nada, ahogándose sus gritos desesperados en el estruendo de los rayos y el aullido del viento.

          La pesadilla duró un par de horas hasta que la tempestad se alejó, dejando a los hombres exhaustos por el esfuerzo de mantenerse a salvo en la embarcación. El capitán, curtido en mil temporales como aquel, apenas si se inmutó, y siguió hostigando a su tripulación, para restablecer el orden, sin importarle lo maltrechos que habían quedado todos, intentando salvar la vida.

 —¡Levantaos! ¡Gandules! Quiero el barco como recién salido de puerto. ¡Menead el culo, o yo mismo os lo patearé en el tablón para que seáis pasto de los tiburones!

           Los hombres comenzaron a levantarse. Algunos tenían las manos en carne viva del zarandeo del barco y asirse con fuerza a los cabos de los mástiles y los que aseguraban los barriles. Aún quedaban restos de vómitos sobre el piso a pesar del refriego continuo de las olas durante la tempestad. Muchos peces habían quedado varados y coleteaban, enloquecidos, ahogándose de aire. Transcurrida una hora, el bergantín volvía a surcar el océano con sus velas henchidas y la proa cabeceando en busca de alguna víctima de la que nutrirse y resarcirse de los daños del temporal.

           El cielo por entonces se había abierto y el sol curtía las pieles de los piratas, una vez recuperados de la mala experiencia. Desde la cofa, el vigía oteaba lo que no podían apreciar los de abajo en la lejanía. Todo parecía tranquilo hasta que la voz en las alturas alertó de un banco de nubes bajas y espesas que en pocos minutos alcanzarían. El capitán tomó el catalejo y se aproximó a proa para observar el fenómeno.

 —¡Arriad velas! ¡Nos adentramos en zona ciega!

           Apenas hubo pronunciado esas palabras, la neblina comenzó a cubrir el barco y lo engulló, haciendo desaparecer hasta el sol, que quedó reducido a un cerco vago de luz, incapaz de atravesar la espesa bruma que se había adueñado de todo. La nave avanzaba a escasa velocidad con la ayuda de la única vela que no habían recogido. El tiempo pasaba y aquello se les estaba haciendo eterno. La temperatura había bajado bruscamente. Llegó un momento que les pareció navegar por el cielo, pues apenas apreciaban el sonido de la mar calma que el casco cortaba.

           Al fin la bruma se aligeró y permitió ver a media distancia, hasta entonces era como si navegaran a ciegas. La voz del vigía rasgó el silencio mortecino que se había apoderado de la tripulación.

 —¡Barco a la vista!

—¡Todos a vuestros puestos! ¡Abrid bien los ojos! —rugió el capitán.

           A unos cien metros, divisaron la embarcación. Lucía destartalada, con las velas hechas jirones, mecida por el suave movimiento del mar. Se detuvieron a estribor, a escasos metros, dejando el espacio suficiente para colocar la rampa de abordaje. El lamento de la madera podrida de los mástiles producía en la tripulación, cuanto menos, inquietud. No sabían qué iban a encontrar en aquel despojo de barco, el temor hacía que empuñaran sus armas como si fueran a enfrentarse al peor enemigo.

           Desembarcaron todos los hombres salvo dos, que miraban curiosos desde la borda cómo sus compañeros inspeccionaban la embarcación en busca de algo de valor. En la cubierta, encontraron barriles que, sorprendentemente, no estaban vacíos. Cuando vieron lo que contenían estallaron en algarabía. En esos momentos, el ron que almacenaban les pareció el mayor de los tesoros. Nada había de valor en el interior del barco, por lo que todos se sentaron en cubierta a saborear el líquido elemento.

           A pesar de los años de experiencia del capitán, descuidó la seguridad. Se dejó llevar por la efusividad de sus hombres, algunos ya acalorados por los efectos del alcohol. Les pareció el mejor ron que habían probado nunca. El temor inicial se esfumó tan rápido como sus cuerpos entraron en calor. No había nada que temer, era un barco abandonado. Los dos hombres que quedaron en la otra nave se unieron a sus compañeros.

           Aquella bebida invitaba a tomar más y más. Algunos ya yacían en sueños felices sobre el piso, mientras otros, los de más aguante, seguían degustando aquel tesoro. Aparte de las risas alcoholizadas y el alborozo reinante, de vez en cuando escuchaban golpes en las entrañas del barco. Nadie le dio importancia y menos en aquel estado. Eran ya pocos los que mantenían algo de lucidez, entre ellos el capitán, que se resistía a emborracharse por completo y perder el conocimiento como el resto. Algo le olía mal en todo aquello, pero, por otro lado, al no ver peligro evidente, se fue relajando con el paso del tiempo. Los ruidos intermitentes que surgían de la parte baja del casco se intensificaron. Pensó que quizás sería algún pez de grandes dimensiones bajo las aguas, que golpeaba el casco.

           Finalmente, quedó él solo despierto, pero con su raciocinio bajo mínimos. En la escasa luz que restaba, vio el lamentable panorama de todos sus hombres derrotados por el alcohol. Se enorgulleció de su aguante, era el capitán, y hasta en ese aspecto debía sobresalir sobre los demás. Fue a su nave a por un farol para iluminar el lugar donde se encontraban sus hombres, pues ya oscurecía. Dejaría pasar el tiempo hasta que se le pasara los efectos del alcohol y entonces despertaría a sus hombres a patadas para partir de nuevo.

           Sentado, perdido en sus pensamientos, vio como, repentinamente, surgía un hombre de la puerta de acceso al interior del barco. Aún estaba muy bebido y pensó que era una alucinación. La figura que se aproximaba parecía más un fantasma que una persona, su cuerpo era translúcido. De cualquier forma, empuñó su espada, dispuesto a hacerle frente. No tuvo ninguna oportunidad. El espectro se abalanzó sobre él y lo poseyó.

           Ahora que tenía sustento físico, el dueño del barco podía realizar su faena. Lo primero que hizo fue abrir la compuerta, hábilmente disimulada, en el centro de la cubierta. Esta ocultaba un foso de tres metros cuadrados. En el fondo, un enorme pulpo semi sumergido en agua salada,  esperaba su alimento. Ese monstruo era el origen de los golpes que escuchaban los piratas, a intervalos, en el interior de la nave. El hecho de percibir movimiento en cubierta lo había despertado de su letargo y golpeaba con sus tentáculos las paredes, impaciente por alimentarse.

           El espíritu que vivía en aquel barco no quería abandonarlo. Antes de morir, sus hombres aprisionaron el descomunal molusco y lo encerraron en aquel foso. Uno de sus secuaces, que se consideraba brujo, dominaba las artes oscuras, y le dijo que mientras alimentara a aquel pulpo con carne humana, los sacrificios le permitirían permanecer por siempre en su nave. El capitán no tuvo ningún reparo en deshacerse de algunos de sus hombres, sin llamar la atención. La muerte finalmente le sobrevino, y como predijo el brujo, su espíritu quedó ligado al barco. Desde entonces, para perdurar por siempre en él, continuó el ritual de los sacrificios, primero con su propia tripulación, y cuando ya nadie quedó, con la de los barcos que se aproximaban a curiosear.

           Uno por uno, fue lanzando los cuerpos de los piratas inconscientes al foso y luego cerró la compuerta. El monstruo tendría alimento por un tiempo y él se aseguraba, de esa forma, su estancia en el barco. Solo queda una cosa por hacer. Cogió la lámpara que había traído el capitán y pasó a la otra embarcación. Le prendió fuego, y con ayuda del tablón, separó la nave en llamas. A continuación, se encadenó al tobillo una pesada piedra que encontró en la otra nave y se lanzó al agua. El cuerpo descendió con rapidez hasta el lecho marino, acabando de esa forma con su última víctima. El espíritu abandonó el cuerpo sin vida y volvió a su barco. Con la satisfacción del trabajo bien hecho, contempló cómo la nave en llamas iluminaba la noche hasta que comenzó a desaparecer bajo las aguas.

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Jona Umaes.
Publicado en e-Stories.org el 05.06.2021.

 
 

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