Maria Teresa Aláez García

Asesinato.

Cogio el corazón y metió los dedos en medio.
 
Hincó las uñas y estiró el tejido. Lo manoseó, tirando de la piel en todas las direcciones.
El órgano no cedía. Así que lo empezó a manipular apretándolo entre las manos, cerrando los dedos y los puños sobre él, impidiendo el paso de la sangre por los ventrículos.
 
Después con brusquedad, comenzó a dibujar sus orificios. Aprisionó la parte inferior con la mano izquierda  y con la derecha hurgó en las arterias para hacer pasar los dedos por entre las válvulas. A ver si de ese modo podría desgarrarlo aunque sea de modo brusco.
 
No hubo manera. Así que empezó a tirar de la aorta para ver si podía cortar el paso del torrente sanguíneo y hacerlo más vulnerable, enfriándolo.
 
Escuchó entonces una voz que le empezó a hablar con dulzura. Por unos momentos, se sintió atraído por esa voz y abandonó el trabajo. Recordó que tenía otras cosas que hacer y empezó a lavarse las manos y a prepararse debido a que aquella voz se iba acercando, acercando, acercando...
 
Se quitó el delantal sucio y se lo cambió por otro. Sacudió su cabello. Abrió la ventana y dejó pasar el aire para que no oliera mal el ambiente. Recogió y limpió la sangre, colocó el aparato en su lugar y fregó el suelo. Se fue a duchar, se peinó correctamente y se dirigió hacia la puerta. Pero no abrió. Miró por la rendija del borde y se apartó a un lado. Algo le hizo desconfiar.
 
La bella voz de buenas palabras tenía una frecuencia distorsionada. Era demasiado atrayente y le dió miedo. Era demasiado cautivadora y le hizo desconfiar. Era demasiado bonita, era demasiado confiada, era demasiado... para ella.
 
¿Qué estaba ocurriendo?
 
Tenía un fino oído, una intuición aguda, un radar bastante aceptable. Tenia tambien un defecto: no mirar el fondo sino la forma. Ese defecto la atormentaba, la desquiciaba, la tenia destrozada mental y físicamente. Así que su cuerpo actuó de un modo que ella no hubiera utilizado normalmente: preguntó a su cerebro y buscó defensa. La defensa fue la propia realidad.
 
Fue valiente y abrió la puerta. Le costó mucho, parecía que esta algo atrancada. No podía dejar pasar toda la luz y el aire que entraba por la ventana para poder mirar pero sí seguir escuchando la voz y encontró en medio del miedo, dos chispas que brillaban en la oscuridad. Parecían pertenecer a un alma herida y ella se enterneció. Salió a su encuentro y dejo la puerta abierta de modo que podía verse lo que había dentro pero no pasar, debido a que el cuerpo de ella no dejaba paso. Únicamente, mirar y si acaso, avanzar un poco.
Habló y escuchó. Intentó sintonizar frecuencias. Dejó que la luz y el calor hicieran su trabajo. Condicionó el espacio para que el alma solitaria se sintiera cómoda y amable. Permitió el avance del buen aroma, del cariño, del abandono incluso.
 
Las dos pequeñas estrellas dejaron paso a un brillo especial que le abrasó la mano y un arañazo hizo llorar a su piel. Aún así dejó que su sangre manara e hizo oídos sordos. Su defecto comenzó a abrirse paso entre las sombras para convertir el rojo en verde.
 
La segunda dentellada, fue más dolorosa pero no la evitó. Dejó que el alma se alimentara de ella. Que se apoyara en ella. Que jugara con ella y que cambiara diversas formas en su propio espíritu. Y entonces el alma, henchida de energía, siguió su camino. Buscó otros seres para encantar, acudiendo de cuando en cuando a la puerta de ella para beber las gotas que habían caido en el suelo.
 
Mientras tanto, ella fue dirigiéndose hacia atrás. Poco a poco, con cariño, con ternura, fue encaminando sus pasos y retrocediendo hasta su origen. Lentamente, fue cerrando la puerta. Dejó una rendija y por fín, cerró.
 
Rápidamente cerró la ventana. Antes, quiso beber del recuerdo del sol, de la luz, del aire limpio, del aroma de la alegría, del canto de los olivos, de la seducción de las aves, del hormiguero humano y de los edificios apostados en su entorno. Ajustó las contraventanas y volvió a la oscuridad.
 
Se quitó los zapatos y quedó descalza.  Se puso ante el espejo. Se miró pero no quiso destruir la imagen.
 
Quiso amarla. Quiso librarla de todo pesar, de todo deseo, de todo sufrimiento. De todo recuerdo. Pero no lo hizo del modo acostumbrado, rompiendo el cristal. La voz volvia a escucharse tras la puerta pero ella no le hizo el menor caso.
 
Agarró un cuchillo y volvió a coger el corazón. Sin guantes, sin cirugía, sin odio, sin amor, sin recelo. Le dió un beso.
 
Y lo mató.
 
No ocurrió nada al dia siguiente. Ni esa tarde ni ninguna otra tarde.
 
La única diferencia estuvo en que la gente siguió su curso. El tiempo siguió su destino. El destino siguió su libro escrito. La voz siguió encandilando a todo aquel que la escuchaba y la casa estuvo un poco más limpia. Ella se levantó, se fue a trabajar, siguió haciendo su vida durante veinte años mas. En un lugar determinado de su pecho y para que no se notara la carencia, un pedazo de metal hacía su función: hacer circular la sangre para que el cuerpo continuara vivo. Pero el hemisferio derecho del cerebro celebró el funeral por la cruel matanza de cien pequeñas neuronas en la corteza cerebral.
 
 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Maria Teresa Aláez García.
Publicado en e-Stories.org el 25.04.2007.

 
 

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