PASEO NOCTURNO. 1.
Una persona me ha
dicho hoy:
“Sal a dar una
vuelta esta noche. Haz caso de tus propios consejos”.
Ya me gustaría, ya.
Hacer caso de mis consejos para personas que no tienen grandes obligaciones.
Ya me gustaría ser
libre y salir, como hacía cuando la necesidad de quedarme en casa no es
imperiosa, a romper la noche.
Ya lo hice una vez
estando casada, al volver del trabajo. En lugar de ir a casa directamente, me
fui a caminar. Simplemente a caminar. No quería todavía entrar en casa. Quería
sentirme libre caminando, dirigir para mí mis propios pasos y disfrutar de
nuevo de mis pequeños rincones, aquellos que me vieron crecer y madurar en mi
adolescencia, en mi juventud. Recorrer aquellas calles, en otros tiempos
carentes de peligro. Aún hoy. Mi ciudad, esta ciudad, no es violenta como las
urbes que nos rodean. No deja de tener sus sorpresas pero no es violenta. Es
alegre y dicharachera, comprometida y tiene sus cosillas, como todas.
Ya me gustaría, a
la una o a las doce, cuando mi marido y mi hijo se van a dormir, en lugar de
seguir trabajando, coger las llaves y un chándal y bajar a la playa, que la
tengo bien cerquita. Seguir los pasos de la luna por el Censal, no hacer uno de
las escaleras mecánicas, descender hacia el anfiteatro y pasear entre sus columnas, sin colocarme en
medio del escenario de cemento. Ya tuve ocasión de pisarlo, siendo miembro del
Orfeó. Y del grupo de teatro. Recoger la charla del dondiego que a grito pelado
se deja ver en las escaleras, acariciar las losetas blancas y ofrecer mi mirada
a las obras de cerámica y arte que hay expuestas en los distintos senderos y
rotondas del parque.
Y seguir
descendiendo.
Es curioso que de
repente comience a emocionarme. No sé por qué. Será por que la parte que toca
ahora concierne a la playa y parece acercarme a otros mundos, acortar otras
distancias, mientras que permanecer en el parque parece que me escuda y me
protege del daño o de la influencia externa.
Bajar pero no
acudir a un sitio que no deja de tener encanto pero que para mí tiene recuerdos
a veces nefastos. No, no me dirigiré ahí. Pero sí al paseo del Doctor Esquerdo.
Tengo fotos de niña, de este paseo. Cuando era de tierra, con las mismas
palmeras, sin baranda blanca de piedra. Cuando la playa era de cantos rodados y podía bajar a disfrutar de un
paseo, con zapatillas, sin llevarme la arena de compañía. Entonces me acercaba
a la orilla, recogía pequeños cristales o piedras curiosas y paseaba. Hasta que
alguien me contó que en ciertas noches, una dama sale del agua, como si hubiera
elegido esa noche para darse un baño y fuera un encuentro fortuito. Coge las
manos para saludar a su víctima y la lleva al agua de nuevo, hasta ahogarla. La
verdad, el relato me sigue causando aprensión porque son muchas las personas
que en invierno y en verano se bañan a todas horas y acuden a nadar para que el
agua fría les endurezca las carnes. De hecho, recibí una oferta para acompañar
a una señora extranjera a meterme cinco minutos cada día pero la rechacé porque
una está loca, pero no de atar y porque vale más prevenir que curar. Prefiero
hacer ejercicio físico, no me da miedo.
Pues, como iba
diciendo, me gusta esa zona. Siempre acababa siendo comida por el mar en tiempo
de temporal. La zona del Arsenal, se le llama. Ahora es de arena y se usa en
fiestas para el desembarco y para montar el campamento. El dia de San Juan, la
víspera, todo el pueblo baja a la playa.
Quema en la arena sus antiguos enseres. Los niños hacen farolillos con sandías
y melones que luego dejan sobre el mar en con una vela dentro en recuerdo de
las personas fallecidas entre su olas. También se hacen coronas florales con
flores recogidas de los jardines o de las zonas salvajes y sin cuidar y se
trenzan. A las doce de la noche, suena un cañonazo y todos los habitantes del
pueblo piden un deseo y se mojan los pies. Los más jóvenes se bañan. Es
impresionante, ver a casi todos los habitantes del pueblo allí para continuar
estas tradiciones.
En fiestas, los
castillos de fuegos artificiales se realizan también en esta playa. Cogí la
costumbre de acudir, entonces, a los puntos más oscuros de la playa y
sintiéndome libre, recostarme pero al revés, como viendo al revés el cielo, y
ver uno y otro mortero, subir, elevarse, estallar, formar miles de formas y
caer. Es grandioso y sobrecogedor. En todos los años de vida que tengo, nunca
me han caído encima los palos de los morteros. Al casarme dejé tal afición que
espero enseñar a mi hijo algún día, mostrándole en qué lugares se puede
recostar para que no le caigan palos encima. Si consigo que pierda el miedo a
los truenos de los fuegos.
Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Maria Teresa Aláez García.
Publicado en e-Stories.org el 12.04.2008.
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