I Descubrí entre tus pupilas al colocar las estrellas y al mirar, antes del viento, a la luna, de rodillas, inclinarse antes de tiempo ante las luces del ámbar que el gran astral magisterio regaló con su templanza a todos los universos. II Te recuerdo en mi tristeza y mis ojos te valoran en el llanto de los días. La soledad se amontona entre los papeles viejos de los segundos y de horas entre agujas que no cosen y se me hincan en la aorta.
Lluvia gris entre mis sueños. Pisadas de asfalto y barro. Y la noche me aprisiona la garganta cuando me hablo del deseo de tu vida, de tu piel entre mis manos, de tu vibrar en mi pelo, de tus ojos descansando.
El humo de la mañana se deshace entre los labios de pitillos tempraneros de los cafés cotidianos, del coñac y de la ropa planchada con desengaño para acudir cada día a un futuro sin milagros.
Cualquier día loco de éstos lloraré lágrimas rotas de alegría y compañía de otro amor y otra persona compartirá entre mis sedas esas horas retozonas que te dediqué una tarde que derrumbaste tú a solas.
III Te descubrí, cor de piedra, de lucero que no añora, entre las páginas tibias que cantan Tristán e Isolda, entre las ondas tan suaves de palabras generosas que esconden entre sus nexos las lenguas más venenosas.
Te descubrí, en tu piel blanca, la suavidad y el desvelo, el trabajo y la inocencia, en todos tus desconciertos. Descubrí las fauces largas de los tímidos corderos y ese puñal que se clava entre el candor de mi cuerpo la invisible y honda herida que ya no tiene remedio.
Y aún así, dejo que siga en su fragor, consumiendo mi paz y tu luz, la herida hiel, caldero, miel y fuego. Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Maria Teresa Aláez García.
Publicado en e-Stories.org el 20.12.2008.
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