Luis Antonio Aranda Gallegos

Parte Informativo Extra


Reza el postulado de legalidad criminal: nullum crimen sine lege, es decir, no hay delito sin ley. En tal virtud, yo podría idear una máxima que expresara: sí existe policía sin uniforme. Porque un cabal guardián del orden no es quien tiene una chambita para irla pasando, sino quien detenta toda una filosofía de vida. Él es garante de los bienes jurídicos fundamentales, porque acepta efectivamente su custodia; pero para ser digno del noble título no basta obtener la constancia de un curso, incluso cuando sea con honor. Tampoco es suficiente poseer nombramiento oficial.
El hábito no hace al monje. Además de ostentar determinado diploma y estar uniformado, se debe poseer una característica distintiva: vocación, término cuya etimología proviene del latín vocare, que significa "el llamado", y que identifica el rasgo subjetivo que distingue al elemento policial.
Un auténtico llamamiento es la motivación constante que impulsa el deseo de preparación, que en este caso se concentra en el campo de la protección ciudadana.
Nací en mil novecientos sesenta y ocho, un período de agitación social, pero asimismo un período fúlgido, en el cual, gracias a la lucha de nuestros próceres, se reconoció el albedrío y la igualdad. Por tener el perfil requerido, fui aceptado en la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal.
Cierto día, siendo las cuatro de la mañana, cuando el vecindario dormía sereno, desactivé la contumaz alarma del reloj que me notificaba el inicio de otra jornada. Cometí la descortesía conyugal de hacer alboroto a causa de un traspié con una silla en el trayecto hacia el interruptor de la luz de la recámara.
Seguí haciendo ruido, esta vez, con el chisguete de agua tibia que salía de la regadera del baño. Cuando aún no amanecía, salí del aposento, a paso de tortuga, para no despertar a la familia. En la Glorieta de Insurgentes compré un atole y una guajolota. - ¿Cuál será mi destino hoy? Sabrá Dios -, pensé, dando un trago a la bebida caliente que me confortaba el cuerpo.
El tamal estaba rico, pero no tan suculento como los que hacía mi abuela Daniela. Provengo de cuna pobre, desde una perspectiva económica, pero de un linaje millonario en moralidad.
Desayunado, llegué al sector y me uniformé. El frío enhiesto penetraba hasta el tuétano, pero eso no fue pretexto para no formar en la sección. "¡Presente, señor!", respondí al oír que mi Primer Oficial, Hernández, al pasar lista de asistencia, pronunció mi nombre; lo hice con vigor, para patentizar el denuedo con que efectuaría el encargo.
En ese entonces participaba en el operativo que intentaba detener in fraganti al apodado "Coleccionista de ojos", quien según rumores merodeaba por la Zona Rosa. Con posterioridad a la revista, mi parejita y yo fuimos asignados al crucero de Niza y Oslo. Durante la guardia nos enteramos que había muerto Jackson y que Bachelet estaba de visita en México.
El turno trascurrió sin novedad, con el desdén de algunos prójimos, pocos por fortuna. Y es que encarnamos a la autoridad más próxima a los ciudadanos, cualquier reclamo que ellos tengan contra el gobierno es frecuente que lo encaucen hacia nosotros; por eso debemos allegarnos de temple para cualquier eventualidad. Si no permanecemos alerta es posible que caigamos en una provocación e incluso que algún conductor lunático pretenda atropellarnos con su Porsche Cayenne Turbo S.
Entregué la pistola al depositario, guardé el uniforme, me vestí con ropa de civil y corrí a la escuela en que adquiero la capacitación que me permite servir cada vez mejor a la ciudadanía. Luego, como a las veintitrés horas, estaba a bordo de un vagón del Metro; viajábamos en él unos cuantos pasajeros. Estudiaba el Código Penal, pero la plática de un matrimonio me distrajo de la lectura, aunque aparenté no escucharles.
La mujer, de lindo cabello ensortijado, y el varón, de complexión atlética, estaban acompañados de un infante como de diez años; parecía que regresaban de una fiesta. Ella le comentaba a su acompañante la mala opinión que tenía de la Fuerza Pública.
"Mmm... y yo que le echo fibra para lograr la excelencia", medité. En la corporación siempre me he regido por sus principios de actuación; el primero de ellos, la legalidad. La cualidad de legal implica respetar la norma, pero también ser leal y digno de confianza. La objetividad, como mi segundo canon principal, ha sido la distinción de ser imparcial, neutro; prescindir de toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, por el género, edad, discapacidades, condición social o de salud, religión, opiniones, preferencias, estado civil o cualquier otra consideración que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar a alguien.
Mi siguiente principio es la eficiencia, cantidad de recursos invertida por unidad de producto obtenida, dirían los teóricos de la administración. Lo cual equivale a la capacidad para realizar, como es debido, la función gubernativa. Indispensable, para dar un firme apoyo a la ciudadanía ante la perpetración de una conducta delictiva; aspecto que me convierte en protector de la población ante la amenaza que representa la criminalidad.
El profesionalismo -seguí meditando-, como cuarta idea primordial, representa el ejercicio competente de mis atribuciones. En esta actividad, ser aficionado equivale a poner en riesgo la integridad y los bienes que prometí defender. El adiestramiento es imprescindible para contrarrestar el diletantismo.
- ¡Esos pitufos son ratas de dos patas y torturadores! - replicó el caballero a su esposa, a quien llamaba Ángela.
Otro concepto esencial es la honradez -pensé- lo cual implica la particularidad de actuar a favor de la moral, con decencia. Noción que impele a cumplir sin desvío la misión, por ser un factor insustituible de la confianza social.
El postrer, y no por eso menos importante, fundamento es el respeto a los derechos humanos reconocidos en la Constitución, entre ellos, que se debe presumir la inocencia de todo acusado de delito, mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa. Mi papel no es condenar a un indiciado por más execrable que parezca. La mesura siempre es buena compañía.
- No hacen gran cosa y les pagan mucho - agregó el marido, frunciendo el ceño.
Si supieran lo modesto del estipendio -cavilé-. Es habitual que dos días antes de la quincena no traiga ni para el champurrado matinal. De mí dependen otras personas que tienen primacía. Con la choclaya prorrogo mi apetito, con tal de que alcance para sufragar la parcialidad del crédito hipotecario de la casa, el gas y el suministro de agua; que no me corten la energía eléctrica y que solvente la colegiatura de la universidad, pues quiero titularme, y por qué no, de lance en lance estudiar posgrado en derecho procesal penal.
Mi estatus económico no es de holgura, y menos con lo interesadas que son mis amigas Spira y American Express, pero eso no merma la satisfacción que consigo cuando soy útil a la sociedad. Mi existencia está en peligro en cada pugna con malhechores. Me expongo, pero amo mi trabajo. Salgo de casa, pero no sé si volveré vivo. Actualmente la delincuencia es más sanguinaria, cuenta con arsenales, pero no me rajo, llegada la emergencia, me fajo como el más gallo.
-Yacen en la corrupción- dijo Ángela-. ¡Son te-rri-bles! Casi todas las generalizaciones son infamantes -reflexioné- Mucha gente, con un exiguo análisis de la situación, nos cree partícipes de lesiones, secuestro, extorsión o abuso de autoridad, pero no advierte que la mayoría de las ocasiones son infundadas imputaciones, originadas por la inquina de los auténticos profanadores de la ley.
Gran parte de los delincuentes guardan toda su vida resentimiento contra quienes, ellos consideran, son los causantes de su permanencia en la cárcel.
-Además -agregó él-, son pre-po-ten-tes.
¿Prepotencia? -me cuestioné-. Prepotentes, algunos narco-políticos que alardean de su conducta ilícita; el particular acaudalado que busca humillarte con un soborno; o la estrella artística de moda que desobedece un mandato legítimo.
Si supieran de los maltratos físicos o verbales que toleramos de quienes se oponen a nuestras funciones. Si conocieran del desequilibrio entre paga y riesgo, de los desvelos, del calor o la lluvia que soportamos, de los operativos en que participamos fuera del horario, "por necesidades del servicio", y de las profusas horas sin comer, ni ir al baño o retenidos "en espera de órdenes".
- ¡Ah, pero tienen hasta su día, dizque por valientes! - indicó ella con sarcasmo.
Jamás he sido de ánimo decaído, empero, he tenido tres tantos de desazón cuando me han apuntado con un cuerno de chivo. Se siente una descarga eléctrica que bulle en los talones, se pasea por toda la epidermis y alcanza el último pelo de la cabeza. Llega el espanto, cuando oyes detonaciones en una refriega: ¡Bang! ¡Bang! Y no distingues entre el disparo de tu Beretta: ¡bang!, y la andanada, ¡Bang!, ¡Bang!, que te consagra un gatillero febril con su Águila del Desierto. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
- La otra noche hicieron un escándalo porque mataron a un tecolote. ¿Dónde está lo extraordinario? Para eso se alquiló -argumentó el marido de Ángela con displicencia.
¿Pensaría en la consternación de la viuda y los huérfanos? - volví a reflexionar en silencio -. A veces, como en ese deceso, el ajustador de la aseguradora profiere fulminante: "No puedo pagar la póliza porque no portaba el panel antibalas".
Conocí a ese colega, caído en cumplimiento del deber; era de Puebla. Fue de mi generación, por eso le decía mi antigüedad. Esa ocasión, organicé una colecta: -De a como gusten, para llevarle una corona-, le dije a todo el batallón policiaco. -Negativo-, expresó la suboficial Raquel, una compañera que fue de la Marina, -nada de comprar flores. A sus parientes les sirve más el varo-. Me estremecí. -¿Quién seguirá?-, pensé en ese momento.
- Yo, de grande, voy a ser policía-, exclamó el impúber, a la vez que jugaba con un teléfono celular, de esos de última generación: Tut-tut-tut.
-¡Ay, Ricardito! Hijo, no digas eso, a la policía entran puros ignorantes, y tú vas a estudiar mucho - reprochó su mamá.
Tuve ganas de explicarle que pocos eran ya del estereotipo de: "¡ese coche negro oscuro, oríllese a la orilla!". Vi al chaval acurrucarse junto a su papá; recordé a mis hijos.
Pensaba que cuando Ricardito y su papá pernoctaran, abrigados por una frazada, yo, con el cuello de la chamarra levantado, haría la tercera ronda nocturna. Cuando él jugara con su papi el día del Niño o del Padre, mis vástagos no podrían, pues yo vigilaría el parque en que aquéllos se divertirían o mantendría la paz necesaria para que estuvieran sosegados en su casa. Ricky estaría cerca del autor de sus días en Año Nuevo, Reyes Magos y Navidad; mis retoños tendrían una llamada telefónica.
Mi pensamiento era que cuando el padre de Ricardito estuviera en su comercio u oficina, yo permanecería en la calle, soportando el odio de los delincuentes, a veces en un duelo a tiros. Mientras aquel chico disfrutaría del beso del que hablaba Topo Gigio, mis chavos besarían una fotografía, pues yo regresaría a la vivienda muy tarde, y por más que se esforzaran, se dormirían antes de que llegara. Aunque al volver, me acercaría a ellos, vería el retrato arrugado, y hasta entonces, les daría los besos que no les pude dar antes de que se durmieran. Y es que la vida policial es una retahíla de renuncias voluntarias a numerosas actividades familiares.
Interrumpí mi introversión porque, intempestivamente, un individuo que llevaba un cubrebocas en el rostro, de esos que habían estado de moda, durante la contingencia sanitaria ocasionada por la influenza A H1N1, sacó una navaja, se acercó a Ricardito y sus progenitores, amenazándolos y pidiéndoles sus pertenencias. El asaltante no molestó a ningún otro viajante.
La señora y su menor gimoteaban. El convoy se detuvo, las puertas de los vagones se abrieron. Yo iba sentado en una butaca de las individuales. El tipo huyó rumbo a la salida de la estación Romero Rubio. Corrí tras él, pude tomarlo del cuello de su playera, pero él se resistió a la detención. Mi dedo índice se atoró en su escapulario de San Judas Tadeo, que se reventó. Esto lo enfureció. Rabiando, me amenazó con el verduguillo. Yo me encomendé a la Virgen de Guadalupe que él tenía tatuada en el antebrazo.
La bolsa de la dama que sujetaba el atracador no le permitía maniobrar con habilidad; la arrojó al suelo y me lanzó un navajazo que, por ventura, sólo rasgó mi pantalón. Ambos caímos al piso cerca de los torniquetes. Él soltó el arma blanca que no pudo teñirse de rojo.
De inmediato, un gentío, entre ellos el padre de familia ofendido, se abalanzó sobre el amigo de lo ajeno para golpearlo; tuve que proteger al bandido de los puntapiés que le quería propinar, pues no podía dejar que se hiciera justicia por sí mismo, ni que ejerciera violencia para reclamar su derecho. Cubrí su cuerpo con el mío y logré asegurarlo con ayuda del compañero que vigilaba el andén. Llegaron varias autopatrullas y se hicieron cargo del inculpado contrito.
El pandemónium cesó. Las víctimas, el probable responsable y yo fuimos trasladados a la Fiscalía desconcentrada, en Venustiano Carranza. Allí, declaró un tripulante de la unidad S00927. Enseguida, lo hicieron los agraviados. Ellos estaban sumamente agradecidos conmigo y cuando terminaron de formular su querella, se despidieron con afabilidad de mí, al tiempo que me sentaba frente al asistente del Agente del Ministerio Público para emitir testimonio.
Confirmé que los humanos pueden hacer su elección de adquirir nuevos conocimientos sobre un tema o decidir perfeccionar lo que ya saben. Con dedicación, pueden conseguirlo; sin embargo, nadie puede elegir tener una vocación para algo, pues ésta es una inclinación natural, innata, no susceptible de aprender. Así como no se puede decidir, en forma razonada, sentir amor o preferencia por algo, no se puede elegir la vocación.
Experiencias como ésta han forjado mi espíritu de servicio y las seguiré viviendo cada vez que se requiera. En aquel momento deseaba un vaso con leche, dos aspirinas, un Marlboro y un mullido Restonic.
- ¿Ocupación? - me preguntó el Oficial Secretario, al continuar la diligencia.
- Policía - musité.
Los asaltados, quienes ya habían caminado unos metros, alcanzaron a escucharme. Se miraron con incredulidad un santiamén, y abandonaron la agencia.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Luis Antonio Aranda Gallegos.
Publicado en e-Stories.org el 14.07.2010.

 
 

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