Juan Carlos González Martín

El goce de matar (extracto)

Recorrí unos treinta kilómetros con el niño en el asiento de atrás. Ni
siquiera lo metí en el maletero. Me daba todo igual.
Me lo llevé a un sitio alejado que conocía donde había un pantano. Saqué al
niño en brazos del coche y lo tiré al suelo. Seguía inconsciente. Se movía
un poco, pero no podía saber lo que estaba pasando.
Cogí un cúter que siempre llevo en el coche por si me tengo que defender
de algún desalmado en caso de agresión. No parecía haber nadie en las
inmediaciones del pantano. Aquello parecía el escenario de una película de
terror. Suelo con ramas crujientes cuando se apoya el pié. El pantano
solitario, acompañado solamente por el canto de los grillos.
Faltaba la niebla y la luna llena. La luna se veía bastante grande, pero le
faltaba un poco para estar llena.
Dejé las luces del coche encendidas enfocando en dirección al pantano.
Cogí al niño del suelo y lo llevé junto al pantano colocándole justo a donde
apuntaba la luz.
Noté que estaba despertando.
Le propiné otro puñetazo en los morros para que siguiera dormidito. Le
quité un jersey que llevaba. Creo que era de color verde.
Le subí la camiseta hasta por encima del pecho. Saqué el cúter del bolsillo
y saqué la cuchilla un par de centímetros. Si la sacaba más corría el riesgo
de que se partiera y eso sería fatal para mis propósitos.
La punta estaba un poco oxidada. Total, qué más daba. Al niño no le iba a
dar tiempo a que le entrara una infección.
Le incrusté la cuchilla a la altura del pecho y empecé a bajarla hasta que
abrí todo el torso en canal.
El niño despertó gritando, como cuando despiertas de una pesadilla en
mitad de la noche, que no sabes si lo que pasa es verdad o no. Gritaba y
lloraba sin parar.
Sobre todo cuando levantó un poco la cabeza y se miró el cuerpo. Como
notaba que iba a empezar a ponerse nervioso le propiné otro golpe en la
cara.
Ese sería definitivo. Todavía no estaba muerto pero ya nunca jamás
despertaría.
A la altura del estomago abrí la raja con las dos manos. Empecé a hurgar
dentro y a remover tripas y sangre. Mi intención era hacer hueco para meter
piedras y tierra y luego tirarlo al río.
Saqué unas cuantas tripas del estómago pero desistí pronto ya que la masa
se derramaba por entre mis manos. No quería sacar más vísceras pero tenía
que abrirlo más. Tenía que encontrar algo con lo que hacer palanca para
separar las costillas.
Di una vuelta por el entorno. Nada.
Miré en unos matorrales que había por allí cerca. Nada contundente.
En la orilla del pantano vi algo gordo pero no parecía ser lo bastante largo.
Entonces vi que era un tronco y que parte de él estaba metido en el agua.
Lo saqué. De él colgaban plantas mojadas y sucias. No lo limpié. Me
acerqué al crío. Intenté separar un poco el esternón con las manos. Estaba
muy duro pero conseguí separarlo un poco. Incrusté el tronco en la parte
izquierda de las costillas. Con el pié derecho me apoyé en la punta de sus
costillas derechas y empujé el tronco con las manos haciendo fuerza con
todo el cuerpo.
¡CRAK!
Un par de costillas rotas.
¡CRAK! ¡CRAK!
Otras tantas.
El niño pareció mover un poco la cabeza y entonces murió. Yo ya podía
distinguir la muerte de entre todo lo demás.
Fue una gran visión. El pecho amoratado con una gran grieta roja y negra.
Se podía ver latir su corazón que se fue apagando lentamente.
Acumulé al lado del cuerpo todas las piedras que fui capaz de encontrar.
Luego amontoné un montón de tierra.
Empecé a coger las piedras y a meterlas dentro del cuerpo con todas mis
fuerzas. Por el estómago. Por el pecho. Le salía sangre por la boca y la
nariz.
Una vez que tuve todas las piedras metidas comencé a meter la tierra seca
que había amontonado.
Se empezó a formar una masa rojiza extraña y yo movía las manos y los
brazos de un lado a otro como si estuviese amasando una mezcla para hacer
pan. Un pan muy especial.
Una vez tuve al niño relleno hice el proceso de las costillas pero a la
inversa.
Quería cerrarlo. Para esto no podía usar el tronco, puesto que carecía de
punto de apoyo.
Lo intenté a pulso con las manos pero fue inútil. Vi que había un árbol
cerca. Cogí al niño de la mano izquierda y lo arrastré hasta allí.
Una vez en el árbol pegué el lado izquierdo de su torso al tronco y empecé
a darle pisotones en el lado derecho. Se cerró un poco pero lo más que
conseguí fue romper unas cuantas costillas más.
Le cogí ahora de la mano derecha y lo arrastré hacia la orilla del lago.
Lo agarré con las dos manos y lo alcé por encima de mi cabeza hasta que
conseguí poner los brazos totalmente rectos. Grité con todas mis fuerzas y
luego lo lancé al agua.
Algunas piedras se salieron de su vientre pero finalmente se hundió. O eso
creo. Daba igual. Estaba toda la zona plagada de pruebas. Había manchas
de sangre por todo el suelo y algún trocito de hueso. Me metí en el coche.
Me sentía realmente agotado pero a la vez me sentía muy bien.
Encendí la pequeña bombilla que hay en el techo, en la parte delantera y vi
que estaba todo lleno de sangre. Toda mi ropa. Mis manos. El coche.
Me miré en el retrovisor de dentro y vi que mi cara también estaba llena de
sangre. Parecía que me hubiese puesto una máscara roja.
Arranqué el coche y me largué de allí a toda prisa.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Juan Carlos González Martín.
Publicado en e-Stories.org el 12.11.2011.

 
 

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