Nicolás Hermosilla Polanco

Retrato de un olvido

Un breve espacio de calma, tan ausente en ella aquellos días, revolvió
su espíritu de ideas simples y bellas. Inspiración. Un sorbo de
capuccino y estaba lista. A pintar.
La planicie parecía vacía, pero no lo estaba. Ella podía ver cada
detalle, cada marca secretamente colocada, reveladoramente artística.
Cada hoja que caía en la mayor paz imaginable, como un otoñal signo
que se resistía a abandonar la primavera que, a todas luces, estaba
plenamente instalada ya, poblando de color la escena. Un discreto
observador, vestido con un gran abrigo beige, y sosteniendo una pipa
que humeaba sus cavilaciones, apenas si interfería en la generalidad
del cuadro, sin embargo ella sabía que era el protagonista de su obra.
Como un golpe seco, el abatimiento regresó a su ser y tuvo que
detenerse.
Sin demasiadas distracciones, se propuso olvidarse de todo y asi lo
hizo. Recorrió cada centímetro de su habitación, meticulosamente
ordenada, y logró encontrar un libro que la sacó de la Tierra un par
de horas. Hasta que llegó al final y, al no encontrar otra ocupación,
se puso los audífonos y se tendió en su cama. Toda una tarde de
música, que probablemente hubiera consistido en solo un par de
canciones repetidas una y otra vez, no hizo más que saturarla de lo
mismo que la obligó a detener su afán creativo varias horas antes.
Pero esta vez fue tanto, que se sintió movida a continuar con su obra.
Y así lo hizo, luego del obligado café.
La luz se hacía presente de a poco. Un par de aves saludaban a lo
lejos, mientras la brisa mecía con suavidad el follaje del árbol más
próximo y anciano, acostumbrado a aquel movimiento. Era un sauce, de
hecho, con su incesante llanto, que el calor parecía volver alegre. El
cielo se tiño de pronto de naranja, y una lágrima le obligó a parar,
nuevamente. Su corazón latía despacio, pero fuerte. Respiraba
normalmente, pero el aire se hizo insuficiente. Suspiro y se fue a
dormir, aplacando su sentir lentamente en medio de la noche.
El muelle olía a calma y mar. Una gaviota parecía llamar a sus
compañeras al vuelo, ya que apenas la hubieron oído, una a una se
esfumaron en un divertido espectáculo. Miró a su lado, y lo vio. Se
supo completa y, con toda calma, caminó con él por la orilla.
- ¿Qué opinas de ese barco rojo y amarillo? - espetó su acompañante.
- Es lindo...¿por qué la pregunta? - dijo intrigada.
- Me parece simpático. Sonríe a su manera, desafiante. - la mirada del
chico se perdía en dirección a la nave.
- ¿los barcos sonríen? - No sabía si reír o dudar de la estabilidad
mental de quien sugiriera tan loca idea.
- Eso creo. La nube que está arriba le hace ojitos. Creo que se gustan.
Una carcajada agradable y la chica sonreía alegre. Era inevitable que
terminara todo así cada vez que se veían. Maravillosamente rutinario
era aquello.
La pintura del techo con toda su monotonía, le trajo de vuelta a la
realidad. Estaba alegre y perdida, la melancolía regresaba como un
resultado de la ensoñación que disfrutara hacía instantes. Apenas si
habría pasado unos 5 minutos pensando en ello, cuando no pudo más y
corrió al lienzo. Ni siquiera consideró la habitual bebida que
precedía su arte, simplemente no la necesitaba.
No supo cómo, la tierra en el suelo desapareció en un suspiro. Los
árboles y hojas seguían allí, también el misterioso protagonista, cada
detalle persistía. Pero todo yacía ahora en medio de la superficie del
mar. De golpe, derramó una y otra vez pinceladas de color que
mutilaron lentamente el paisaje. Y, sin correción alguna, procedió a
trazar un rostro en medio de todo, que asi como hizo aparecer, pronto
comenzó a desfigurar con el mayor ímpetu. Ira. Tristeza. Ya no
importaba nada, solo pintó y pintó, liberó todo lo que sentía, con
lágrimas en los ojos e imparable fuerza. Cuando vio lo que resultó, le
pareció bien. El protagonista ya no estaba, no había árboles ni hojas,
ni flores ni sol, el cielo había oscurecido y ahora lucía un manto
estelar hermoso. Había una banca en medio de la escena. Y sentada en
ella, se encontró a si misma, relajada. Mirando el cielo, parecía
pensar en algo agradable, pues sonreía. Por la calle de enfrente
pasaban fugaces pequeños grupos de gente indiferente. Un ligero calor
surgía en su pecho, y se acomodó en la banca. Se quitó el reloj y lo
arrojó a algún sitio, tras lo cual se puso de pie y avanzó hacia la
gente. La luna en cuarto creciente decoraba el cielo con sutileza, su
casa estaba cerca, pero se dirigía en sentido opuesto. De pronto, se
sintió movida a recostarse en el pasto de la plaza por la que pasaba.
Y lo hizo, sin poder comprender cómo ni de dónde había surgido aquella
felicidad. Se sentía libre, al fin, para pintar lo que quisiera, para
dibujar sus sueños y vivirlos de nuevo. Así le gustaba estar.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Nicolás Hermosilla Polanco.
Publicado en e-Stories.org el 20.11.2011.

 
 

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