Cierto día me vinieron a buscar,
argumentando que era diferente,
por mi aspecto y mi forma de pensar
al resto de toda la gente.
Supuestamente, yo era un hombre libre
hasta que esas personas llegaron,
portando armas de grueso calibre
que directo a mi cabeza apuntaron.
Me sacaron a golpes y empujones
de mi cama aquella noche;
no dejaron sin registrar rincones
y me trataron como a un fantoche.
Incautaron mis libros y papeles
y vaciaron todos mis bolsillos.
Cayeron monedas, algunos cospeles
y también un atado de cigarrillos.
Uno me leyó los derechos,
otro me colocó las esposas
y algunos andaban por los techos
buscando quien sabe que cosas.
Una van esperaba en la calle,
con vidrios tonalizados, patente trucha
y para no omitir ningún detalle,
cubrieron mi rostro con una capucha.
Me desparramaron sobre un asiento
de la camioneta con brutalidad
y chillaron sus ruedas en el pavimento,
cuando arrancó a toda velocidad.
Sobre el infierno que me esperaba
alcancé a oír en sus murmuraciones,
mientras uno de ellos me preguntaba
acerca de mis perversas inclinaciones.
Descendimos en medio de unas ruinas,
en los suburbios de la ciudad,
rodeadas de claveles con espinas
y en el aire, olor a azufre y humedad.
Transitamos un pasillo rigurosamente vigilado,
inmerso en una gran cúpula de cristal,
donde después de ser interrogado
me condenaría el “Supremo Tribunal”.
Me ataron hasta por los codos
sobre una camilla de metal
y llenaron mi cuerpo con electrodos,
para comenzar con la tortura fatal.
Querían saber como había conseguido
tan antiguo y peligroso material,
que para “los contaminados” estaba prohibido
y solo era atributo del Poder Gubernamental.
En el 2.100, luego del holocausto nuclear,
se ordenó exterminar la cultura mundana,
para que los “Líderes” pudieran esclavizar
a los sobrevivientes de la raza humana.
De su biblioteca, muy rica en publicaciones,
mi tatarabuelo salvó textos de mucha calidad,
que la familia conservó por generaciones
para no perder la verdadera identidad.
No lograron obtener mi confesión
en ese cuarto sin una ventana.
Y fue así que tomaron la decisión
de recurrir al rigor de la picana.
Se propagó por toda la habitación
el fétido vaho a carne quemada,
que era provocado por la secreción
de mi piel reseca y contaminada.
La libertad tardará tiempo en llegar,
pero ya hay más de un instruido,
que la sublevación podrá organizar
para reconquistar este mundo oprimido.
El Tribunal decidió por unanimidad
mi solitaria y perpetua reclusión,
pues resulta peligroso que la humanidad
otra vez, haga uso de la razón.
Entre estas cuatro paredes y un techo
los años se me están yendo de a poco,
tengo mis papeles y el suelo por lecho
y en la puerta un cartel que dice: LOCO.
Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Francisco Manuel Silva.
Publicado en e-Stories.org el 17.01.2012.
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