Sharin Schlosshund

Érase una vez un niño descalzo

 

Érase una vez un niño descalzo, de cuyo nombre no me acuerdo, que halló unas zapatillas polvorientas. Es posible que fueran las zapatillas las que se dejaran encontrar, ignoro los detalles de tan fructífera unión. Se topó con ellas por casualidad al descubrir un desván mágico al que iban a parar los sueños y los personajes de los cuentos cuando los niños aprendían a dormir con la luz apagada por las noches. En aquella morada en que todos los reinos de la fantasía se diluían en sus límites, habitaban, pues, una insulsa luz de acetileno palpitante y pronta a expirar, monstruos alados eviternos - en algunas culturas conocidos como ángeles - que hacían crujir la vereda de la puerta de atrás en las noches estrelladas; también había náyades que, de forma inconcusa, invitaban a todo ser nesciente que se atreviera a mirarlas a empadronarse en aquel antro de por vida, así como cuervos de plumas azabaches que coleccionaban diapositivas de veranos en familia y otros muchos moradores - algunos, turbados; otros, neuróticos - que comentaban el exorbitante descenso de sus horas laborales, como si de una taberna en un barrio obrero se tratara. Algunos opinaban que se debía a la guerra y a las bombas que caían del cielo; los niños habían dejado de ser niños.


Al muchacho aquella discusión no le interesaba lo más mínimo. Se acuclilló ante su tesoro y lo examinó desde todos los ángulos para concluir que eran de su talla. Sabía que las zapatillas eran especiales, aunque no hasta qué punto.

- ¡Por fin has venido! Estas zapatillas llevan siglos esperándote - le dijo Calíope, acercándose, con una expresión de amor maternal que imantó al muchacho desde el tuétano hasta el cuero cabelludo.

- ¿Estas zapatillas me estaban esperando? - masculló el muchacho desconcertado a la par que acariciaba el hocico de la deportiva derecha con el pulgar.

- Sí, te esperaban a ti, a que fueras su portador y a que te convirtieras en un personaje ficticio - le respondió la musa, arrodillándose a su lado y ayudándole a introducir sus pies magullados y embrutecidos en el interior del nuevo refugio. Calíope le contó que aquellas zapatillas eran mágicas y que habían pertenecido a un personaje de un cuento de Borges cuyo nombre el niño omitió por serle extranjero.  

- Son las zapatillas de la memoria. - le dijo Mnemea, materializándose a partir del humo de una de las velas de parafina que daban un cariz cristiano al desván - Si no te las quitas, el polvo que se almacenará en los surcos de sus suelas de goma y todos los caminos que pises dejarán un vestigio permanente en tus recuerdos.


Y el niño se puso las zapatillas, salió de aquella posada onírica y echó a andar. Anduvo y anduvo sin tener rumbo fijo, pues su propósito era recorrer cada pulgada de la superficie terrestre. Al final de sus viajes por los rincones más inhóspitos del mundo, sus zapatillas todavía se acordaban del flujo de los distintos tiempos verbales de las distintas urbes de la civilización (muchas hablan en presente; unas cuantas, las que sueñan, en futuro compuesto, y otras muchas, en pretérito imperfecto). También rememoraban la cafeína insomne de tugurios berlineses, el dinero ensangrentado, la pobreza, el queroseno y el alquitrán que fluyen por las venas de las metrópolis europeas, las cuerdas rotas de las guitarras callejeras que cantan himnos a la revolución en mi menor, los epitafios compuestos por colillas de cigarrillos desparramados por el asfalto, así como los charcos de las primeras lluvias de septiembre que, reflejando los semáforos en verde, recuerdan los nenúfares impresionistas de un tal Monet; vidrios de odio, espinas de amor inconcluso, mariposas vomitadas que dejaron de revolotear algún día. Recuerdos propios y recuerdos ajenos amparaban sus zapatillas desgastadas entre los surcos de sus suelas de goma.


Mi madre, en paz descanse, siempre me decía que tenía que limpiar mis zapatillas y, como madre que es, un día lo hizo ella misma con un tónico que le compró en el mercadillo de los jueves a una gitana que, según las malas lenguas, era una bruja de ascendencia húngara. Funes el Memorioso creyó que era desdichado, porque no me conoció a mí. Ahora sólo me quedan unas zapatillas afónicas y una historia que contar. Mis vidas duran unas cuantas oscilaciones de un reloj atómico y se reinician subsiguientemente; mido mis esperas en unidades de cigarrillo y mis recuerdos se desvanecen como el ponzoñoso humo que exhalo de mis pulmones. Soy un viajero sin rumbo, sin mapa, sin reloj; un heroinómano que olvida constantemente que lo es. Un humano más, al fin y al cabo.

Puede que esta historia ya te la haya contado, no lo recuerdo. Toda diversidad se reduce a una síntesis de momento y espacio del presente; nada vale nada.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


 


 


Hola, transeúnte desconocido. Si me das un cigarrillo, te contaré un cuento. Soy cuentacuentos, aunque también puedes llamarme mentiroso, que es, al fin y al cabo, lo que somos todos los cuentacuentos. Puede que ya te haya relatado esta historia, no me acuerdo; de todas formas, me olvidaré de ti y de tu cigarrillo al concluir la narración.

Érase una vez un niño descalzo...


Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Sharin Schlosshund.
Publicado en e-Stories.org el 17.06.2013.

 
 

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