Betina Civarolo

DIA DE DOMINGO

La alarma del reloj la despierta suavemente. Suena una melodía celta que no la sobresalta, al contrario, le augura un día sereno. Las manecillas del despertador marcan las diez de la mañana. El sol entra por las rendijas de  la ventana de madera, marcando luces y sombras sobre la cama como un cuadro de Goya.-
Se despereza sobre las sábanas de seda, y se apresta a levantarse. Sin prisa. Es domingo y el tiempo está a su disposición.
Es un caluroso día de diciembre. Camina hacia la cocina para prepararse el desayuno. Está sola, y el silencio de la casa le estalla en la piel.  Exhala profundo y se regocija .
Se da  el baño matutino  y bebe el café recién hecho. Lo saborea como al más exquisito licor. Piensa que debería obedecer a su médico de cabecera y reducir su ingesta.
Repasa las tareas del hogar, y decide postergarlas. Hoy se merece no hacer nada.
 
Abre las puertas del balcón y se asoma a la vida exterior . En la calle, bajo el calor del verano, poca gente ; una que otra vecina barriendo la vereda o paseando el perro, y dos hombres de avanzada edad, charlando en la puerta del negocio de al lado , del tiempo, de la probabilidad de lluvia para la noche o simplemente del partido de fútbol que definirá el campeonato.
Ingresa otra vez al living y prende el equipo de audio. Un domingo sin música es para ella un día de vida perdido, desperdiciado. Las canciones románticas  la transportan a los lugares más  inverosímiles, desde una cabaña en la montaña, escuchando el trinar de los pájaros y en donde ella acompaña su vuelo, cruzando el límpido cielo azul de las sierras  hasta alcanzar el rincón de la imaginación más audaz, o una playa alejada y  aislada de la costa, que le permite, tirada sobre la arena , dibujar en su mente, un sinfín de ideas alocadas   sin que su pudor se lo impida.
Se recuesta sobre el sofá blanco, quiere disfrutar de las melodías sin distracciones. Sin embargo no puede abstraerse totalmente. Debería preparar el almuerzo o prender el lavarropas, se retruca. Tiene tiempo, las labores hogareñas pueden esperar .
Cierra los ojos y percibe , con todos sus sentidos,  el aroma a rosas de los sahumerios. Solo a ella le gusta. Los demás miembros de su familia ni se percatan de tan envolvente perfume. Y se entrega a la fría cuerina del sillón. Todo su cuerpo se afloja, se relaja , permitiéndole a la fantasía hacer de las suyas. Y así viaja, como en un cuento de hadas y príncipes, a donde quiera llevarla. No opone resistencia. La sola posibilidad de  encontrarlo la somete.
La aventura que le ofrece no es sencilla, ni placentera, pero el final merece el esfuerzo. El camino le presenta los primeros escollos y frente a sí, los miedos la desafían, colocándole, como verdaderas murallas de un castillo inglés, sus propias barreras. Son demasiados y duda en enfrentarlos sola. No siente la fortaleza necesaria para luchar ni la convicción firme para eludirlos. Pero recién comienza la travesura y no es de valientes retirarse apenas empezado el trayecto. Piensa en una estrategia, y concluye que será más fácil deshacerse del enemigo múltiple, de a uno, atacándolos por separado, restándoles fuerza hasta que consiga debilitarlos por completo y poder avanzar.
Se enfrenta a su peor enemigo, el miedo a la soledad. Que irónico, piensa. En estos momentos nadie la acompaña y sin embargo se siente bien. Es la soledad  del alma la que la atormenta, la que no la deja ser. La limita y condiciona. Si la derrocase podría caminar  por senderos libres, donde la única opción es  mirar hacia delante, donde no hay nada ni nadie detrás por quien retroceder. Y se atreve y arremete con todas sus armas, las amistades, la familia, los rencores olvidados, las pérdidas superadas. Y sin quererlo el miedo cae rendido a sus pies, como fruto maduro del árbol de naranjos. Y el alma se reconforta y renace, el cuerpo recupera el  vigor de sus músculos y la mente se aclara. Puede ver el camino a recorrer como una diáfana diapositiva de última generación. Los contornos claros, los rayos del sol irradiando entre el verde de los arbustos, hasta escucha, a lo lejos, el correr del arroyo entre las piedras. El paisaje es prometedor. Sigue  andando, con toda confianza  en sí misma.
Con la derrota de la soledad,  caen también, como las hojas de otoño, la  inseguridad y la  ansiedad. Se retiran las dos del campo de batalla, vencidas. Y el corazón recobra su latir fresco y saludable, y la razón detiene su carrera impulsiva y descontrolada  y  se toma un respiro, buscando el descanso tan anhelado.
Descubrió, en esta primera contienda ganada, que la soledad bregaba  por salir y que era ella misma, su verdugo, la que la mantenía encerrada en un paraje distante de su interior, como esclava del medioevo, sin voz; acallada y sometida.
Hoy la libera de las cadenas de acero y su prisión desaparece. Sale corriendo de su cárcel como niño de la escuela, llevándose consigo tantos años de incertidumbre, de inactividad  personal, de sentimientos oprimidos y de decisiones y placeres postergados.
Y en esta nueva senda, él.
Antes de seguir su derrotero, recupera la conciencia y se prepara el mate. Siempre lo disfrutó, aunque sea a solas. Es su compañero de sueños y divagues, de charlas con su yo interior, ese huésped que no cuestiona ni opina. Solo acompaña el reencuentro con el ser mismo.
Y mientras ceba, retoma la travesía, y una fotografía del camino destella ante sus ojos. Puede ver lo maravilloso de la naturaleza. Árboles florecidos, con racimos de uvas frescas que decoran la imagen. El aroma de los frutales penetra en los poros de su piel, rejuveneciéndola, dándole vida. Se siente flotar en nubes de algodón, entre bosques de ensueño. Su libertad atraviesa sus venas y  se distribuye por todo el cuerpo. Como aceite en un motor, la empuja y  la sostiene y siente su pecho estallar de euforia. Tantas veces soñó de niña con volar que por fin hace realidad aquellos instintos infantiles que retuvo en su memoria casi toda su vida vivida. Y se deja engañar por el subconsiente y en un túnel del tiempo, se ve a si misma una nena, de apenas  seis o siete años, que entre  juegos de muñecas y  lápices de colores,  se eleva por sobre la ciudad , planeando como un ave , alcanzando altura en un vuelo ingenuo y desprejuiciado. A esa edad no existen los límites a la imaginación, ni los condicionamientos a la libertad. Se puede ser libremente.
Adonde la conduce este deseo innato, a qué destino la dirige, se pregunta. Ella quiere llegar a un solo puerto, no encallaría en ningún otro, aunque el costo a pagar por el desembarque fuera gravoso y cuestionado por los preceptos sociales que hasta hoy  rigieron todas sus decisiones.
El ladrido de su mascota corta sus alas y rueda por el piso cayendo a su actual realidad, retaceando la respuesta. El agua de la pava  ya se enfrió y el mate sabe amargo. Recorre el comedor con la mirada y el encierro le oprime el pecho una vez más.  Sale a la calle en busca de aire fresco.
Se coloca los auriculares del teléfono y emprende la caminata diaria, bajo el resplandor ardiente del mediodía.  Le hace bien un poco de ejercicio diario. A su edad las articulaciones le pasan factura y los pulmones piden oxigenación. Por lo menos fuma menos. Algún día, encontrará el motivo para dejar el cigarrillo. En el mes de julio lo hizo, ante  la mera posibilidad de recibir su beso, resistiendo tan perjudicial tentación. Pero el beso no llegó nunca y el vicio ocupó su legítimo lugar.
Que incoherente es el ser humano, o mejor dicho ella. Practica gimnasia para cuidar su salud, transpirando, moviéndose al ritmo del yoga,  quitándole horas al esparcimiento y al llegar la noche, fuma. Por que lo hará, que placer indescifrable encuentra en el tabaco? Será costumbre, o compañía. No se responde, el paso acelerado de su andar,  nubla su raciocinio y  le impide reflexionar en temas sicológicos tan profundos.
El amplio bulevar está desierto. El sol azota con crudeza la acera y el aire se torna irrespirable. El no sale los domingos, es en vano tanto sacrificio físico. Vuelve a casa. El reloj de la pared marca las doce.
Abre la heladera, bebe agua fresca y saca la verdura del cajón de abajo. Del freezer retira la carne y la pone a descongelar en el microondas. No preparará nada especial. Algo rápido y sano. Como para cumplir con el mandato cultural de cocinar, aunque sea los domingos, para la familia. No le gusta los quehaceres culinarios. Y no pone ni una pizca de buena voluntad. Nadie puede sorprenderse ni quejarse. No nació para ser ama de casa y siempre lo pregonó así, a boca de jarro.
 
Mientras se cocina la patita de cerdo, sube el volumen del equipo y comienza a cantar. Le hace el coro a Las Pelotas y aprovecha para  acomodar los libros de la biblioteca. Y es ahí cuando lo ve; es el  relato que ella denominó Darse Cuenta y que con tanta prudencia escondió entre las hojas amarillas de un libro de la abuela; de esos que nadie lee.  Lo repasa ligeramente, conoce a pie de juntillas cada palabra, cada coma, cada punto final. Y al leerlo rememora el día en que lo escribió, sintiendo la misma  angustia de otrora. Cada frase eyecta tristeza,  un dolor agudo que perfora las entrañas y una gran decepción que deja mudo al corazón. La furia y el enojo la invaden. Deja los libros sobre la mesa, desordenados, apaga la música con cierta violencia e insulta en voz baja. Se cuestiona tanta ingenuidad impropia de sí misma, tanta ceguera negadora. Prende un cigarrillo y camina en círculos en medio del amplio departamento. Va de aquí para allá, conversando consigo misma, como charlan dos amigas  de sus fracasos amorosos. Si alguien la viera pensaría lo peor.
La rabia que siente no le permite ser complaciente, y le impide encontrar una razón que justifique su comportamiento adolescente frente a una situación adulta. Trata de serenarse. Exhala profundo y el aire ingresa a su pecho expandiendo su diafragma, colmando los pulmones, poniendo así, freno a su angustia. Le enseñaron a  respirar para alcanzar el equilibrio emocional y lo pone en práctica. En dos minutos recobra la cordura y la serenidad. Y las cosas  cambian de color. Se ve erguida, firme , superada. 
Y se asombra de su valentía para seguir adelante, de su entereza frente a lo innegable,  a lo percibido por sus propias  pupilas. Fue el paso dado, sin mirar hacia atrás, uno de sus mayores logros emocionales. Y sin que ello implicara  conformismo o resignación, se mantuvo de pie frente al desamor, como un luchador japonés  que, en defensa de su honor, pelea aún sin fuerzas en las piernas, casi doblegado.
Y el puerto en el que quiere descender se convierte, de repente, en una costa poco segura. Analiza otras opciones que  le garanticen un mínimo de sosiego y cariño sin tener la necesidad de mendigarlo. Le es imposible encontrar soluciones alternativas. La bandera de su amor flamea en la alta ensenada, y hacia ella dirige sus más profundas y sentidas expectativas.
Y sin freno ni tormenta que volteen su nave, se aproxima a la ribera. Un sentimiento confuso la invade, la hacen tambalear al caminar, pero levanta la cabeza y con el viento norte a sus espaldas,  desciende.
Y recibe, en este imaginario puerto, como bienvenida, su sonrisa.
La toma de la mano y la invita a recorrer la playa. La arena fina quema bajos sus pies.
El mar del trópico rodea el islote colmado de abedules y cipreses y un  rústico camino de piedras y arbustos lo atraviesa. El sol resplandece sobre la espuma que baña los  acantilados. Y de pronto, el cielo se oscurece y anuncia una tormenta tropical. Buscan refugio entre los árboles y se acomodan en un páramo bastante amplio, bajo unas rocas salientes. La lluvia no se hace esperar y se desata sobre ellos, con fuertes ráfagas de viento cálido. Juntos, uno al lado del otro, como unidos por un imán, pasan la noche.
La tormenta se disipa y les ofrece un conjunto de estrellas como luces de neón. Y bajo ese manto aterciopelado, sus labios se unen en un beso apasionado y, sin decir palabra, dejan fluir sus más bajos instintos. El fino algodón de sus ropas trasluce sus cuerpos sudorosos y al instante, como un remolino, propio de un huracán de las Antillas, se despegan de la piel, quedándose desnudos bajo la luna llena que los observa y retrata. El deseo los consume.
Ella se deja amar. ÉL recorre  sus curvas con la gema de sus dedos, delineando cada rincón, dibujando con suaves círculos un sinfín de caricias, que la cubren de una paz inexplicable. Se detiene en su pecho. Son montañas vírgenes para él y las disfruta como un debutante, con todos los sentidos a flor de piel. Ella no puede contener más su fiebre y arremete sobre su anatomía, sin vergüenza ni pudor. Y con los labios entreabiertos besa su cuello y sus hombros, mientras siente su respiración acelerada. Sus cabellos largos caen sobre su cara y  él los retira a tirones. Su delicada violencia es síntoma inconfundible de su gozo.
Continúa saboreando la sal de su piel hasta alcanzar su vientre. No quiere detenerse y frente a su   humanidad  erguida se entrega. Sus movimientos precipitan el final y frente a tal ansiedad, se reincorpora y se hecha a su lado otra vez. Quiere prolongar el placer un poco más. Quizás sea esta la  única vez  y le  sacará el mayor rédito posible. No tiene que apresurarse. Toma sus manos y las deja caer en su intimidad. Cuanto tiempo esperó este momento que no puede creer que se haga realidad. Sus dedos juegan con su humedad, hasta  estallar.  Ya  no hay más tiempo, y  como un animal salvaje, es poseída una y otra vez. Son dos cuerpos en uno. Dos almas entrelazadas en un frenesí incontrolable. Los gemidos retumban en la silenciosa noche y espantan a los pájaros, que como espectadores mudos se acercaron a espiar tan desenfrenado juego.  Sentirlo dentro suyo es un regalo del destino que no cree merecer, piensa. Si pudiera detener el tiempo, lo haría en este preciso momento. No hay grietas entre ellos, ni mundo exterior que los separe. Hoy es suyo, completamente.
 Siente su aliento entrecortado y le tapa la boca con la suya, mientras rasguña su espalda con dureza, abrazándolo con la fuerza de un atleta, con el propósito de alentarlo a continuar; aprobando y compartiendo su éxtasis.
La pasión se apaga de repente, con un grito casi desgarrador. Están exhaustos,  pero plenos. Ella toma su cara con sus manos, lo mira a los ojos y con toda la sinceridad que su amor  le impone, le dice tiernamente...te...
La alarma del horno la regresa a su domingo de diciembre. Aturdida por los pensamientos prohibidos, respira profundamente. Insulta. Quería permanecer en ese sueño un tiempo más. Pero no pudo. El calor de la cocina la confundió. Saca el cerdo ya cocido y lo pone sobre la mesa.
Todavía siente el vibrar de su cuerpo sobre el suyo. Se sirve un refresco para apaciguar la sed y el deseo y mira el reloj de la pared. Ya son casi las dos de la tarde. La familia está por llegar a almorzar y todavía la mesa no está preparada.
A los pocos minutos, los tres comen en armonía la carne sabrosa mientras degustan un helado vino blanco.
Ninguno se percata de nada. Solo ella sabe, que voló, con la complicidad de la imaginación y el permiso del corazón, a  su felicidad y que en un domingo cualquiera de diciembre, fue libre otra vez.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Betina Civarolo.
Publicado en e-Stories.org el 12.12.2013.

 
 

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