David Rodriguez

Nuestro horizonte

No podía mas con el peso del mundo en mis brazos, con expectativas erróneas sobre mis hombros, con la desdicha aquella de ser subestimado en cada sentido posible, con esa intuición barata pero instintiva que te revela el futuro torpe antes de que llegase el mismo a golpearte con su inercia, no podía mas con el universo que va en ascenso a lo putrefacto, al habitar en el monos superficiales que valen menos que la mierda que defecan, no lograr encontrar esa energía divina, que se supone debe brotar de ti en los momentos de impotencia como mecanismo defensivo hacia el olvido, defensiva a la muerte, a mi querida, debía esa energía actuar como morfina espiritual, que calma tus aguas revueltas, morfina que se convertiría en dopamina, adictiva dopamina, que habría de postrarte sobre tus pies de nuevo en el concreto, de vuelta al juego, levantarte, hacerte volar, pero al percatarme del inútil funcionamiento de mis sistemas defensivos, que me salvasen de volar con mi querida, decidí entonces volar, abrir mis alas y volar, lejos, lejitos, allá, hasta la línea aquella que se encuentra a lo lejos, al horizonte, mi horizonte, donde se haya mi reino, el reino al que yo le di vida, o mejor, el que me dio vida a mí. Pero como volar tan lejos sin dejar atrás el reino de estos monos superficiales, en donde aun descansan seres dignos del horizonte, mi madre, donde reposa mi ángel, donde se encuentra mi querida.
En ese momento saque mi cigarrillo viejo que tenía bajo llave, y me dirigí al baño, caminando lentamente, cabeza baja, ideales altos, absolutamente decidido a elevarme, a volar lejos. Cerré la puerta de aquella habitación detrás de mí, entonces me encontré solo, luego de tanta desdicha, solo, luego de estar rodeado de una población de monos superficiales inmensa, me vi solo, mire al espejo buscando mi reflejo, y lo divise, pero no era mi reflejo, era yo, no la persona que se ve obligado a socializar con  aquellos, sino el que habita dentro, el que sueña en blanco y negro, el que no tiene miedo, el protegido, protegido por una armadura de nombre cuerpo, el que no tiene sexo, el que emana un aura de un color singular, un octavo color, entre el magenta y el dorado, el me miraba y yo a él, era tan sensible, muy sensible, pero hermoso, radiante como nunca me vería a mí mismo, solo podía verme de ese modo dentro de mí, y lloraba, de forma suave, como un canto, de tal manera que partió algo dentro de mí, algo endurecido por los años, en donde debía estar latiendo mi corazón, y me veía, de una forma tenaz, como un juez, que me condenaba por no dejarlo salir, me acusaba, por haberme convertido por ratos en aquellos monos, él quería salir y yo no lo dejaba, lo encerré bajo carne, hueso y espíritu, en mi plexo solar, allí habita el, hasta el sol de hoy el sigue ahí, bajo llave como el cigarrillo que me elevaría más tarde al reino sobre mi horizonte, esa fue la primera vez que me vi a mi mismo como dos personas independientes, una voluble y otra encerrada, condenada, esa era su sentencia.
No pude aguantar más su mirada de crítico, y me eche a llorar, con lágrimas de redención a explicarle con el llanto la razón de su encierro, esperando su comprensión, pero sin acuerdo alguno volví a sentir esa presión en el pecho, en su templo, mi plexo, indicando su vuelta a casa, a su armadura, mi cuerpo. Luego fue soledad, otra vez me volví a ver solo, mire al espejo, con mi mirada busque desesperado por encontrar al que habita dentro, pero no lo vi, el había vuelto a donde pertenecía, y yo volvía a ver solo un reflejo, solo partículas refractándose perfectamente en aquella masa cristalina colgada en la pared, formando mi proyección física.
Me repuse en mi persona, y volví la mirada a otro lugar, buscando otra excusa con mis ojos, alguna otra cosa que generara en mi otro pensamiento, entonces con la mirada desconcertada sin enfocar objeto alguno, volviendo los ojos sobre su eje sin rumbo fijo, allí, encontré mi cigarrillo olvidado, el que había permanecido bajo llave, solo para ser usado en aquel momento tan oportuno, era el vehículo indicado para volar a mi horizonte, entonces lo tome, lo sujete fuerte y firme, decidido, pero antes de encenderlo, vi mi fachada física reflejada en la baldosa tenuemente, era un recordatorio de lo que esos seres inmundos habían hecho conmigo, entonces decidí viajar lejos, con mis mejores ropajes, un atuendo incorruptible por aquellos monos, mi templo, mi hogar, mi olor, mi escancia.
Y quite entonces mis zapatos, para quedar descalzo, y nacer de nuevo en mis pies sobre el concreto de aquella habitación, quite mi camisa, para dejar al que adentro habita latir como mi corazón debía hacerlo, luego quite mis últimos ropajes, dejando ver mis piernas, piernas queridas que han recorrido por mi mis caminos, sin queja alguna han marchado a su ritmo por este territorio, y entonces, me vi sin nada más que ofrecer, despojado de todo lazo que me ate a este mundo, el mundo en donde reina la maldad, donde no reino yo, donde el que habita dentro está sentenciado al encierro.
Abrí la ducha y deje correr el agua en la regadera, y sentí un sollozo en mi templo, un indicio de comprensión, esta vez era un llanto de alegría dedicado a mi persona, por parte del que habita adentro, al verme así, despojado, ante la tenue luz del día que se colaba por la pequeña rendija de la ventana de aquel pequeño lugar, era un llanto de aceptación, el me aceptaba a mí, desde adentro, y yo a él, desde el exterior.
Ambos, como primer acto en conjunto, entramos en la ducha y encendimos el cigarrillo, el sosteniéndolo con firmeza y yo, haciendo ignición del fosforo, y aspiramos aquella gloria, ese humo, lo aspiramos por primera vez juntos, ese enrollado de nicotina, de hierbas secas. Inhalando profundamente aquel humo de partículas tibias e impuras, dejándolo colarse por la garganta y sintiéndolo adherirse a mis dientes.
Sin respirar, paralizado por la sensación, inundado en un mar de descanso, aferre mis manos en la húmeda pared de la ducha, contrayendo sin ritmo ni patrón, cada uno de los músculos del Carpio, ejecutando movimientos rotos y despreocupados con mis manos, como lo haría una bailarina quebrada de flamenco español. Rasguñaba la pared por el placer sentido en el momento de nuestra primera inhalación, entonces desconcertado por la situación, me deje caer lentamente, sobre el suelo mojado de aquel lugar, olvidándolo todo, como si pudiera entonces con los problemas, como si pudiera mandar a todos aquellos cerdos que me han herido a la mierda, y exhale, exhale el humo, exhale mis miedos, los miedos del mundo, exhale lo malo, exhale lo superfluo que había, y exhale esa parte de adentro, muy dentro de mí que esos seres desgraciados habían insertado en mi templo, y volví a quedar solo, pero puro, me sentía de color blanco clarito, con una pisca de rojo en mi pecho, era el que habita dentro, descansaba en paz, como nunca, rotamos nuestro cuerpo sobre el mojado lugar del piso, y quedamos mirando el jodido techo, para volar mirando el cielo, las estrellas, el universo, y allá de ultimo, mi horizonte.
Vimos ambos como el humo se iba volando, todo se iba, todo lo putrefacto que había en mi se había desvanecido por la rendija de la ventana, entonces comencé mi viaje, el sueño embargo mi ser, y el piso se transformaba para mí en una cama de tulipanes amarillos, y lo húmedo que había en el, era ahora su roció, las gotas de agua que daban su batalla contra mi rostro ahora eran aleteos tenues de mariposas azules, que revoloteaban cerca de mí, y el rayo rojizo de sol que atravesaba la ventana sufría su metamorfosis y daba con ese octavo color, entre el magenta y el dorado, anunciando la llegada a mi reino, mi horizonte, a donde me reencontraría con mi querida.
Entonces abrí nuestros ojos y me sentí infinito, me sentí horizonte, me sentí, por primera vez, vivo.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de David Rodriguez.
Publicado en e-Stories.org el 21.03.2014.

 
 

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