Marc Dourojeanni

Jararacuzú!

En el cerrado hay muchas serpientes y de ellas, muchas son ponzoñosas. Las serpientes ponzoñosas, vulgarmente llamadas víboras en español y cobras en portugués -es civilizado que se sepa que en América no existen ni las muy europeas víboras ni, mucho menos las tan orientales cobras- son aquí como en todas partes sujeto de gran temor, y consecuentemente de odio por parte de la población local y, también por parte de los que sólo vieron serpientes en libros, filmes y, quizá, en serpentarios. Entre las ponzoñosas hay algunas sumamente gentiles como las corales (Micrurus y otros géneros) que son lindísimas, vestidas todo de anillos negros, amarillos y rojos o anaranjados, elegantemente lentas. Ellas, aunque dotadas de un veneno neurotóxico muy poderoso, están poco dispuestas a utilizarlo pues tienen un equipo de inyección poco eficiente. Por eso sólo los bobos o los ciegos son eventualmente mordidos -no "picados"- por las corales. Otro grupo de ponzoñosas, en el cerrado, lo conforman las cascabeles (Crotalus) que, en la medida en que les sea posible, tienen la gentileza de avisar con inconfundible sonoridad, su proximidad. De ese modo, en general, sólo los sordos son mordidos... pero eso es apenas un decir pues no siempre es posible escuchar el cascabel, ni siempre se le da a la serpiente la oportunidad de tocar el timbre antes de obligarle a proyectar su poderosa mandíbula dotada de afiladísimos colmillos, las más eficientes y rápidas jeringas hipodérmicas ya construidas, en la pierna del imprudente.

Además de los dos grupos antes anotados, caracterizados por su civilizada actitud de avisar con colores carnavalescos o campanillazos del riesgo que incurren los que se aproximan más de la cuenta, hay otras serpientes ponzoñosas de actitud mucho menos correcta. Ellas pertenecen al género Bothrops -que contiene un gran número de especies- y dos de ellas son las causantes de la mayoría de los accidentes que ocurren en el cerrado y en la amazonia: la jararacuzú y la jararaca. La primera, según dicen, vive cerca de los cursos de agua (en el Perú la llamaríamos “yacu-jergón”, pero no debe ser la misma especie) y la segunda sería, más bien, arborícola (en el Perú la llamaríamos “loro machaco”, aunque tampoco se trata de ella pues la jararaca no es verde sino gris). Pues bien, las Bothrops muerden primero y preguntan después. Una de esas, según todos los indicios, es la que me tocó en suerte una tarde dominguera, en nuestra chacra, cerca de Pirenópolis, pequeña ciudad a 140 kilómetros de Brasilia.

Decidido a aprovechar el tiempo de la siesta a la orilla de la cascada, explorando otras cascadas, inicié el recorrido a lo largo del riachuelo. A unos cien metros del lugar donde estábamos instalados traté de llegar hasta el riachuelo que en ese lugar entra en un profundo cañón, unos 6 metros abajo del nivel de la tierra. Descubrí allí, bajando un par de metros por el barranco, un gran grupo de murciélagos que quedaron muy poco satisfechos con mi visita. Los observé revolotear un rato y viendo que no conseguiría descender hasta el agua volví a subir hasta la parte alta donde una trocha, en esa parte borrada por la vegetación, seguía el curso del riachuelo. Por algún motivo, quizá la presencia de sabrosos murciélagos calientitos, pensé en "víboras" y pensé, como cualquiera que piensa en ellas, en el riesgo de ser mordido. Fue un pensamiento veloz como el rayo, pero muy nítido. Seguí caminando y, pocos segundos después mientras atravesaba una densa vegetación baja, sentí una ardiente punzada en el tobillo del pie izquierdo. Di un salto violento mezclado con un grito de dolor -o de miedo- que me dio solitaria vergüenza, y abrí el elástico del botín y aparté la media. Lo que vi me dejó perplejo por algunos segundos. Por una parte, salía una gota de sangre de una sola herida cuya magnitud no alcanzaba a ver... pensé no es "víbora". Por otra me sorprendió mucho ver que a pesar del color marrón de mi media había en ella una mancha de líquido que, por su localización no podía ser la sangre que apenas empezaba a brotar. Saqué el pañuelo y empecé a limpiar la sangre. Descarté de inmediato la hipótesis de una espina y luego también la hipótesis de una hormiga Paraponera -“isula” en el Perú- porqué, aunque la picada no dolía más que las picaduras de esas hormigas gigantes, sangraba y porqué, luego realicé, nunca había visto, hasta entonces, “isulas” en el cerrado[1]. Así es cómo, siempre en un lapso que creo fue de pocos segundos deduje que tenía que haber sido una víbora que gracias al botín, a la media gruesa y a la velocidad de mi paso, sólo había clavado un colmillo en la piel. El otro, luego descubrí sólo había rallado la piel. Mientras exprimía la herida para que sangre más, recordé la sensación, mientras sentí el hincón y mientras saltaba, de un ruido en la maleza que bajaba hacía el barranco del riacho. Todas las piezas estaban en su sitio. Después de 40 años de buscarme ese accidente, en las selvas del Perú y del Brasil, entre otras, y de haber estado, conscientemente, muy cerca de varios accidentes, al fin una "víbora" me hizo el honor, un domingo en que estaba haciendo un inofensivo picnic.

Lo que siguió fue lo usual en esos casos. Primero volver hasta el lugar del picnic, cautivo entre las necesidades irreconciliables de no perder tiempo y de no moverme demasiado; despertar a mi esposa que soñaba con algo poco placentero pero sin duda importante pues dio trabajo despertarla; hacerla pasar de la incredulidad a la certeza; cargar las cosas y subir hasta donde estaba la camioneta que ella nunca había dirigido; la breve lucha por convencernos recíprocamente de quién estaba en mejor condiciones para dirigir; su nerviosísimo creciente ante la duda de ir a la primitiva Pirenópolis, a 10 kilómetros de distancia, a la moderna Anápolis a 70 o a la capital Brasilia a 140; el análisis apresurado de cada opción al mismo tiempo que la camioneta, hiper-acelerada, patinaba mientras chillaba su sufrida caja de cambios (mi mujer no suele percatarse de la importancia de cambiar las marchas a ciertas velocidades); mi terror viendo acercarse rápidamente el puente de troncos estrecho y sin barandas; mi preocupación al ver el furor con que la camioneta irrumpió en la pacífica ciudad provinciana, tocando el claxon agresivamente y arremetiendo contra todos los vehículos de los soñolientos paseantes dominicales.

Llegamos a un hospital. A partir de allí es poco lo que puedo decir pues no bajé del vehículo en las próximas dos horas y el dolor en la pierna empezaba a ser muy grande. Tanto que me retorcía todo, lo que no tenía precedentes en mi experiencia con dolores. Sólo sé que en el hospital privado no había médico ni, al parecer, suero de ninguna clase. En ese momento, mi mujer, que se exalta rápido y demasiado pero que nunca parecer perder el rumbo ni baja la guarda, consiguió movilizar a algunos de nuestros conocidos en Pirenópolis. Uno de ellos nos llevó hasta el otro hospital, el público, que como es natural tampoco tenía médico ni suero. Entonces empezó una cacería por todo el pueblo, puerta a puerta y teléfono a teléfono, por médico y por suero. Al final se descubrió que el suero estaba guardado, bajo llave, en el refrigerador de la casa de una enfermera, pues el del hospital -el público- estaba malogrado. Ubicado el refrigerador faltaba la llave. Después de otros recorridos de autos y de algunos telefonemas adicionales se obtuvo la llave bendita...pero aún se desconocía si los sueros eran los convenientes para el caso. Peor aún porqué yo no había visto la serpiente. Pero yo estaba bastante seguro de que era una Bothrops y los síntomas posteriores lo confirmaban: mucho dolor, necrosis en la parte picada y, en cambio, no tenía problemas con la visión como es el caso con las serpientes cascabeles, que era la segunda posibilidad. Tampoco había médico. Uno de ellos contactado por tres veces se negó a ayudar las tres veces, pasando a relatar a mi mujer sus problemas gremiales. Ella, como respetable ingeniero agrónomo que es, lo mandó a visitar a la puta que lo parió y le amenazó con consecuencias tan graves que aceptó ir, en ese instante, al hospital...sólo que fue al otro hospital –el privado- donde nunca volvimos[2]. En efecto, en el ínterin, otro médico fue detectado y no se hizo rogar demasiado para dejar su almuerzo dominical en el club e ir al hospital. Mientras tanto, la odisea del suero continuaba. La moza que tenía la llave era analfabeta y no sabía qué suero era para qué. Mi mujer, a mano militar -lo que hace muy bien- asumió el comando. Revisó los sueros, rechazó los anti-lachésicos, anti-crotálicos y los polivalentes y rescató el único anti-bothrópico que quedaba -incompleto, por cierto, pues había 10 ampolletas en lugar de las 12 previstas, verificó la validad y embaló al hospital donde yo aún esperaba sentado en la camioneta pero ya dando mis generales de ley a la recepcionista, una chica que no dejé de percibir que era guapa.

El resto es simple. De la camioneta me pasaron a una silla de ruedas con la que atravesé el jardín del hospital. En el camino la rueda de la silla pasó encima de un monumental excremento canino que salpicó generosamente mi mano y mi camisa y perfumó la recepción del hospital. Colocado sin tirar mi ropa sucia y sudorosa en la cama de una sala común con el baño sucio, fui conectado a una botella de suero común y sometido a testes de alergia al suero antiofídico, testes de coagulación y, luego a las diez generosas ampollas de suero antiofídico. Las enfermeras y el médico se revelaron muy competentes. La primera prueba de coagulación, ya después de haberme aplicado el suero, reveló que mi sangre simplemente no coagulaba, indicando según él médico que la serpiente, a pesar de usar un sólo colmillo, había hecho un buen trabajo[3]. Alguien ordenó limpiar el baño y al final, pasamos una buena noche en ese lugar, solamente interrumpidos por los curiosos y pacientes curiosos que venían a visitarme para saber cómo estaba, a contarme historias entretenidas sobre "cobras" y, por lo menos dos de ellos, a bendecirme para que sobreviva. El ayudante que me transportó en silla de ruedas ofreció que una vieja amiga de él vaya al terreno para bendecir el sitio y evitar nuevos accidentes. No sé si cumplió eso pero nunca más fuimos mordidos, aunque las serpientes siguen siendo allí muy abundantes. Todos los visitantes fueron muy amigables, muy sinceros en sus deseos de mejoría y, además, muy divertidos.

El dolor en la pierna fue pasando y, en verdad dormí bien. Al día siguiente temprano llegó la buena nueva que mi sangre coagulaba perfectamente, con lo que me dieron de alta antes de pasar 24 horas en el hospital. Mi esposa dirigió la camioneta de vuelta a Brasilia, esta vez con calma y pericia y me depositó en la cama. Mientras escribo esto, la mordedura duele mucho cuando me pongo de pié, pero molesta poco cuando estoy acostado. El médico me diagnosticó treinta días de reposo, pero ante mis protestas me dejó una semana de reposo. Pero eso fue un error y realmente hubiera necesitado los treinta días ofrecidos. A las 48 horas de la mordida, la pierna está hinchada, gris y muy fea. Lo que me fascinó fue observar que gracias a este accidente gané habilidades inéditas. Me desplazaba usando un banco bajito para poder mantener la pierna herida lo más alto posible. El dolor, en efecto, aumenta en forma proporcional a la disminución de su altura sobre el piso. Me bañaba con el pié en alto, con ayuda del banco. Pero lo más divertido era cuando debía orinar, pues la única pose que me servía era la del dios griego aquel -creo que Mercurio- que tiene alitas en los talones y al que siempre representan apoyado en un sólo pié mientras que el otro y los dos brazos están extendidos como lo hace ahora Superman. Sólo que en mi caso mis manos están apoyadas en lo que pueda mantenerme lo más horizontal posible. Eso de orinar horizontalmente es muy entretenido. Nunca antes me había sentido tanto un cruce de estatua de fuente barata con perro macho de vejiga llena.

A los seis días del accidente, pasé de versión barata del Dios Mercurio a una versión un poco mejor de canguro con pata rota y consigo desplazarme, sin elegancia -al final los canguros son cualquier cosa menos elegantes- por gran parte del primer piso de la casa. Una semana después del accidente conseguí comer sentado, como la gente, acelerando mi reconversión a la humanidad. Descubrí, con pena, que los médicos tienen razón y que la recomposición del tejido asesinado por el veneno demora bastante en completarse. Para acelerar el proceso de evacuación de fluidos indeseables localizados bajo la piel ya negra de mi tobillo inicié sesiones periódicas de perforación para facilitar el drenaje. Puro masoquismo. Desde que ocurrió el accidente debí verme obligado a contar unas cien veces o más lo que me pasó a mis solícitos parientes, amigos y colegas, así como a los amigos y colegas de mi cónyuge y a otros personajes diversos. Yo, que pretendo ser original y detesto escribir o pintar dos veces la misma cosa, tuve que hacer esfuerzos para mantener una sola versión de los hechos. La que antecede, juro, es la única fidedigna. El colmo de la vergüenza ocurrió cuando un colega, algo más francote... o más mierda que los otros, dijo que mi historia era excelente para entretenerse en los aburridos cocteles de Brasilia. Supe también que mi jefe de entonces, un uruguayo espirituoso, había enviado un mensaje a la sede de mi institución, en Washington, que decía textualmente: “Dourojeanni fue picado por una víbora. Él está bien, pero la víbora murió”. Supongo que debo sentirme ofendido.

A más de cuatro meses del accidente puedo, ahora, hacer un balance de la aventura: Se resume a un día de hospital, quince días de cama, otros quince días caminando con muletas, veinte días de caminar cojeando y un poco más de tres meses sin que la herida cierre del todo, bloqueada por un persistente coágulo de sangre. En la actualidad la herida está cicatrizada, pero es claramente visible, además la zona tiene un color oscuro marcado. Más o menos a la tercera semana fui a dar una conferencia en el Estado de Paraíba, en el Nordeste y empecé a bañarme en el mar, llegando a él con las muletas, con vendaje y todo. El mar me hizo mucho bien, pero, creo que el esfuerzo de caminar proyectó una parte del tejido afectado fuera de la herida. Era impresionante ver ese pedazo de carne entre negra y azul saliendo de la piel. Puedo decir que tiene algo de verdad la historia de que el atacado por una serpiente ponzoñosa vuelve a sentir, periódicamente, el dolor del primer día. También averigüé que, con gran probabilidad, mi mordedora amiga era una Bothrops atrox o, como segunda probabilidad una Bothrops jararaca. Interesante es saber que la primera existe también en el Perú, hasta en la Costa de Lima.

De ahora en adelante tomaré más en serio las serpientes. El beso efusivo y sangriento de esa admiradora fue el más íntimo e inolvidable que hembra alguna me diera en la vida. Por cierto, que me quedaría muy frustrado si me demostraran que lo me mordió fuera, en verdad, un robusto macho.

 

[1] Después descubrí que, si las hay, como en la Amazonia.

[2] Eso no es exacto. Años después ese mismo médico salvó eficientemente la vida de mi mujer que había sufrido un potencialmente letal choque anafiláctico.

[3] Después quedó evidente que ella usó los dos colmillos. El otro perforó el cuero y debió inyectar menos veneno, pero transcurridos más 10 años del incidente, aún se ven ambas cicatrices.

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Marc Dourojeanni.
Publicado en e-Stories.org el 13.12.2018.

 
 

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