Atilio era un buen hombre que vivía en un pueblo lejano. Su situación era humilde, pero le alcanzaba para alimentar a su familia.
Se movilizaba a pie por los pueblos vecinos y el suyo ofreciendo sus servicios. Dependiendo donde iba tenía hasta tres días de viaje, en el cual llevaba unas pocas herramientas y ropa en una pequeña bolsa.
En algunos pueblos se había hecho de amigos, de hecho a veces comía y dormía en sus casas.
Un día casi llegando al pueblo de Malaqué, a dos días y medio de su casa entro en un lago a refrescarse. Para su asombro encontró que en él había una gran cantidad de monedas de oro, se veían cientos, quizás más. En un año a veces no llegaba a ganar el valor de una.
Primero pensó en ir hasta Malaqué, a solo media hora de viaje y pedirle a Eugenio, uno de sus mejores amigos, que le preste su carreta para cargarlas y llevarlas a su pueblo, pues sería imposible hacerlo a pie. Pero se dio cuenta que tendría que compartir, al menos algunas con su amigo.
Para no despertar sospechas decidió tomar dos de ellas y regresar a su pueblo, donde compraría una carreta para luego volver por el resto. Y así lo hizo.
A los tres días estuvo nuevamente en el lago, pero para su desgracia las monedas ya no estaban.
“Si hubiera resignado algunas de ellas”, pensó, pero ya era tarde.
Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Gustavo Fingier.
Publicado en e-Stories.org el 04.03.2020.
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