Jona Umaes

El castaño


          En un bosque de castaños, discurría una carretera de montaña que, si bien lucía buen pavimento, a pesar de la escasa circulación, era motivo de continuos accidentes por la peculiaridad del recorrido. En él se alternaban curvas con largas rectas, por lo que era habitual que los vehículos excedieran el límite de velocidad permitido.
 

          Por otra parte, recorrer aquel lugar era una delicia para los conductores. Los árboles, a veces a pie de arcén, cubrían casi por completo la carretera en algunos tramos, a modo de bóveda, perdiéndose la vista del cielo y produciendo la sensación indescriptible de estar recorriendo un túnel otoñal de tonos ocres, rojizos y verdes. Luego, de repente, el cielo se abría paso con un azul intenso o rotundamente negro según fuera de día o de noche.
 

          El punto negro en cuestión era una curva que, en principio, no tenía guardarraíles para prevenir una posible salida de la carretera, pero debido a los accidentes recurrentes, no tuvieron más remedio que instalarlos. Y es que aquella curva, sin apenas peralte, no parecía ser peligrosa dada su amplitud. Estaba situada al final de una larga recta donde los vehículos llegaban alegres y henchidos de velocidad. Incluso los ciclistas que conocían la carretera apenas frenaban porque sabían que a continuación venía otra larga recta. El verdadero peligro era para los que desconocían aquella ruta. A pesar de la señal, unos metros antes, que indicaba curva peligrosa y el correspondiente disco de velocidad, muchos hacían caso omiso o no aminoraban lo suficiente y se encontraban con que, al dar la curva, el coche o moto se les iba de atrás por la falta de agarre. Acababan sobre la tierra húmeda, cubierta por un manto cobrizo de hojas. Aquella colorida alfombra era el camino que recorrían los desdichados y que los dirigía hacia un enorme castaño.
 

          El tronco de aquel árbol centenario sobrecogía por su grosor. Sus enormes ramas a modo de brazos, parecían estar extendidos en espera de los accidentados que se abalanzaban sin control, como críos en busca de los brazos de un padre. Y es que el castaño realmente los protegía de una muerte segura, ya que justo tras él había una enorme torre de electricidad. Aquella imponente estructura de acero frío se sostenía por unas patas con aristas afiladas que podían seccionar cualquier objeto o persona que impactase contra ellas.
 

          Los guardarraíles duraban poco tiempo en pie, ya que los coches, en su derrape, los arrollaban dejándolos inservibles. La circulación no podía esperar a que los sustituyeran, por lo que la curva se volvía doblemente peligrosa. Sin embargo, el árbol era tan sólido que aguantaba los envites de los vehículos. Era milagroso que ninguno de ellos acabara en llamas. De haber sido así, hubiera supuesto una doble tragedia: para los conductores y para el propio bosque, que habría sido pasto de las llamas. La suerte de los accidentados era de lo más variado. Desde los que apenas se llevaban algunas contusiones hasta los acababan paralíticos o con daños mayores. El árbol, sin embargo, les salvaba la vida. Propinaba zarpazos a la parca, con sus enormes ramas, si la veía acercarse.


          Carlos fue uno de tantos accidentados en aquel punto. Le gustaba la velocidad y sentir la potencia de su Ducati de doscientos caballos y mil centímetros cúbicos. Aquella carretera era ideal para volar con su moto. Apenas había tráfico, el asfalto estaba en buen estado y las rectas invitaban a abrir gas al máximo. Antes de llegar a la curva, aunque aminoró al ver la señal de peligro, no fue suficiente para que la moto bailase bajo su cuerpo en un intento de controlarla cuando se le fue de atrás. Los guardarraíles no habían sido repuestos desde el último accidente así que, a causa del violento latigazo, Carlos salió por los aires y la moto le siguió por la inercia. Chorreando ambos sobre las hojas, su cuerpo terminó impactando contra el tronco. La suerte quiso que su moto se detuviera antes y no lo destrozase.

 

          De aquel accidente, Carlos salió malparado. El daño en la columna fue tal que quedó en silla de ruedas para el resto de sus días. En su mente permaneció grabada, mientras permanecía maltrecho en el suelo esperando ayuda, la visión de la torre metálica a pocos metros de él. Entonces, fue consciente de la suerte que había tenido. El árbol le había salvado de una muerte segura.

 

          Él fue el primero de muchos que, en agradecimiento, transcurrido un tiempo, colocó un ramo de flores artificiales y perennes en el tronco del castaño. El árbol se convirtió desde aquel momento en un santuario para las muchas personas que acabaron maltrechos a sus pies. Colocaban más flores o cualquier objeto significativo para ellos. Cada vez había más ramos coloridos en recuerdo de las vidas que habían dejado atrás y la nueva que se le había concedido. El castaño centenario se hizo tan popular que apareció en las noticias de algunas cadenas, lo cual aceleró el trámite para modificar el trazado de aquella curva y hacerla más segura.

 

          En los pueblos colindantes, las tiendas de souvenirs exponían en sus estantes objetos con la figura del castaño salvavidas y que poco a poco fue objeto de visita, como si de un monumento más se tratase. Hasta sus castañas se vendían a precio de oro, haciendo creer que tenían algún poder de protección. Se hizo tan famoso que las redes sociales se llenaron de selfis y fotos de recuerdo, con gentes posando junto al imponente árbol.

 

          A pesar de que el punto negro dejó de serlo, aún continúan vistiendo al castaño de flores en honor a todas las vidas que salvó, haciendo del paraje un lugar de encuentro de senderistas y amantes de la naturaleza.

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Jona Umaes.
Publicado en e-Stories.org el 07.11.2020.

 
 

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