Gonzalo Gala Guzmán

El espantapájaros

                                      

       Había escuchado ciertas historias en aquellos viajes que emprendía a la comarca de mis antepasados, anécdotas que formaban leyendas y sería una de aquellas historias la que me ofrecería la oportunidad de dar riendas sueltas a mi imaginación, a la espera que llegase esa unión tan deseada entre lo cotidiano y lo sobrenatural que embriagaban las mentes de tan diversos lugareños. Aunque hasta ese momento me conformase con algunas pequeñas pinceladas de aquel relato. El suceso que aún estaba en boca de los más ancianos, ocurrió, según unos, al norte de Hungría, en un pueblo rescatado de los anales de la ímproba imaginación, mientras otros lo dirigían a una pequeña aldea de mineros, que por algunos instantes había despertado de su aislamiento, para acabar sumiéndose definitivamente en el olvido.

            Sea como fuere, estuvieron de acuerdo en la historia. Era un pueblo tranquilo, sencillo y de gente honrada y respetuosa con las costumbres; de hombres que llevaban una vida ajena a los malos vicios y de esposas recatadas y fieles, que acudían junto a sus maridos a los actos sociales, presentando esa misma armonía que ofrecía el pueblo. Aquel que no lo conoció jamás, vivía ajeno a unas formas en sublime expansión que, aunque tímido, se mostraba magnificente sobre ese espesor verde cubriendo el paisaje que los atraía. A él y a muchos otros, que en cuanto en cuanto abandonaban la sociedad habitada para embarcarse en un viaje, sin rumbo cierto, hasta aquellas maravillas. Ahora entendería por qué peregrinaban desde las ciudades, no sólo por sus alegres moradores, sino además por las aves que planeaban el cielo libre, y el pueblo, el centro excelso de estos escenarios. Un pueblo que bullía por su esplendor con la llegada de unos buscadores de oro, y por los mercaderes y los forasteros que atraían las riquezas como jamás hubieran conocido. Y el dinero fluía con abundancia y los lugareños hacían gala de sus minas allá donde la vista se perdía en el horizonte, mientras llegaban las noticias de su prosperidad incluso fuera de sus fronteras.

        Pero un aciago día, pasaron por el lugar un grupo de titiriteros que, dirigiéndose al este, pidieron permiso al consistorio para permanecer en la plaza mayor para pasar el invierno. Las primeras nieves y el cruento frío dejaban  incomunicados los caminos, y al oír hablar de sus riquezas, buscaron refugio en su regreso a la Rumania natal. Vendían la suerte del destino y ciertos objetos de superchería, ofreciendo espectáculos de fuego y malabares, con los que distraer a niños y mayores. Sin embargo, las riquezas que unos ostentaban y la desdicha de los otros, llevó a considerarlos peligrosos y a suponerles grandes dificultades, si con su presencia irrumpían en el pueblo. Por eso, degeneraron sentimientos hasta ahora desconocidos en esos honrados y respetuosos habitantes, que por primera vez vieron peligrar sus tesoros. Por eso, fueron tratados como míseros apestados, carne de carroña.

     - Iros, ¡no penséis en apestarnos el pueblo! - Lanzó contra ellos el burgomaestre.- ¡Instalaos en otro lugar!.  Aquí no hay sitio para gente como vosotros.

    Repudiados, la caravana se alejó; pero una vieja santera, que dirigía la comitiva en su viaje, fue a la casa consistorial y rezando algunas plegarias, les maldijo. Los habitantes, que estaban votando unas medidas para mejorar la siembra del año próximo, no la echaron en cuenta en ese momento, ni en los meses siguientes, no le dedicaron ni un pestañeo en sospechar la suerte que corrían. Solamente se preocuparon por la prosperidad de su pueblo, y durante ese tiempo, el dinero siguió fluyendo con suntuosa alegría, los buscadores de oro continuaban llegando desde más allá de lo que la vista permitía ver y los negocios de los mercaderes menudeaban en el lugar.

         Pero cuando los habitantes del pueblo fueron a poner en práctica las medidas de la siembra que habían votado algún tiempo atrás, descubrieron con sorpresa unos campos mustios y ennegrecidos, y como bandadas de aves desbastaban las tierras y se cebaban en las semillas. Al principio, no ocurrió nada extraño, algunas de ellas aparecieron y se instalaron, permaneciendo tranquilas y embelleciendo el paisaje. Por un momento, llegaron más forasteros atraídos por el nuevo encanto que contaba el pueblo; y por un momento, hubo más buscadores de oro, más dinero y más mercaderes haciendo sus negocios. Pero aquella prosperidad fue, en realidad, bien corta. Casi un espejismo. Y no sólo los campos cayeron presa de esas bestias haladas, volviéndose agrestes y secos, sino también los cabellos y las barbas de sus habitantes, como las riquezas que habían reunido en años. Todo desapareció antes  que viera el alba su tercer día.

               Sin embargo, tuvieron que transcurrir algunas semanas para que los pueblos de al lado advirtieran la terrible suerte del desdichado lugar, pero poco hicieron por ellos, pues el mal de unos redundaba en los otros, beneficiándoles. Les libraba de las bandadas de aves que destruían sus cosechas, y estos empezaron a ver como aquellas ingentes masas que poblaban sus comarcas se iban reuniendo en ese lugar, empobreciendo todo lo que tocaban a su paso.
   Por este suceso, del que tanto hablaban los ancianos, el pueblo se convirtió, en su día, en el espantapájaros.

 

 

 

 

 

                                                                                                                                                  

 

 

 

Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Gonzalo Gala Guzmán.
Publicado en e-Stories.org el 07.02.2008.

 
 

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