Recordó aquella
pregunta con trampa que algunas personas se hacían: “Si un árbol cae en medio
de un bosque y no hay nadie en su entorno… ¿hace ruido?” Pues claro que hace
ruido. Otra cosa es que se escuche el ruido o no. Si no hay atmosfera y esta en
el vacío, pues no.
Pero no era eso
lo importante.
El vestido
arrastraba por algún sitio. Sentía como se deslizaba por algún tipo de suelo
que no veía pero algo se iba materializando en su camino.
Era muy cómodo
vivir allí arriba. Permanecer al margen de todo. Tan pronto acercarse a un
grupo de meteoros, a un sistema planetario o a una porción del polvo de un
cometa, hacer acto de presencia, dejar huella y después, de repente,
abandonarlo todo cuando se sobrepasa. ¿Y
lo que se deja atrás? Habría que pensárselo antes de acceder e implicar a un montón
de energía positiva que solo tiene ganas de agradar, de querer o amar y pasárselo
bien.
Se estaba a
gusto allí. No hay más dolor que el interior, más fuego que el volcán eterno
del vientre, más rocío que el de las lágrimas y más guardián que aquel que permanecía
en su sitio esperando… ¿Qué esta esperando? El caso es que al pasar no impedía
el paso pero por alguna razón, mejor no se le ocurría violentarlo o provocarlo.
Mejor la paz.
Era egoísta por
su parte. No poder compartir y no poder recibir. Demasiada tranquilidad,
demasiado frío, demasiado miedo. Allí abajo, demasiado sufrimiento y atrocidad,
violencia, egocentrismo.
Pero debería de
ir y estar con la gente. Compartir lo que debía, recibir lo que se le tenia que
dar.
Se levanto. Fue
entonces cuando sintió que el borde de su vestido se deslizaba por algún tipo
de suelo. No entendía nada. Era todo oscuridad y aquella especie de catarata
manando agua continuamente. Decidió
pasar a una zona donde nunca había ido.
No vio el rostro
del hombre. Pero sintió como el caballo se iba volviendo hacia la zona donde
ella caminaba y el hombre, en la penumbra, volvía su rostro. El rostro oculto,
invisible.
Ante ella
aparecieron rayos horizontales que formaban una valla que le impedía el paso.
Por arriba y por abajo. De repente el vacío se había solidificado.
El hombre seguía
sus movimientos. Como esas figuras que siguen al cursor con la cabeza.
Se dirigió a
otra zona. Los rayos iban apareciendo conforme pretendía atravesar los límites.
Pero no descartaba el encontrar algún tipo de agujero que le permitiera pasar y
liberarse o quizás romper su defensa.
Su vestido se
engancho y se fue deslizando por su piel. No fue suave el desapego, sino
desgarrador. Como si fuera su propia piel la que se eliminara de su cuerpo.
Empezaron a volar gotas oscurecidas que salían desde todas las partes de su
cuerpo y vio volar su capa hacia el planeta azul. En un principio, en forma de
sombra oscura, poco después en forma de ave de rapiña y al pasar la atmosfera y
limpiar su superficie, cambio de forma.
Miro al hombre.
El rostro del
jinete seguía sin verse. Dirigían de algún modo su mirada hacia el vacío de su
piel ensangrentada pero volvió a su posición inicial.
Ella se refugio
en su lugar.
Conforme se iba
sentando de nuevo, la sangre comenzó a formar un tejido suave y a coagularse.
No era rojo ni negro… era azul…
Mientras tanto,
en el planeta azul, iba cayendo su antigua piel. Tomo forma de paloma para
poder planear. Tomo forma de lluvia para poder descender sobre la superficie y
tomo forma de nieve para no morir evaporada. Y al caer al suelo, se convirtió
en una pequeña mota de arena dorada.
El sol era
fuerte en aquella tierra casi desértica. No parecía haber vida, solo desolación.
Allá arriba,
ella se refugio poniendo su rostro entre sus rodillas y protegiéndose con los
brazos. Se durmió y las lágrimas fluyeron sin control, deslizándose hasta
sumergirse en el lago de la cascada junto a las demás gotas de agua.
La estrella
evaporo aquellas gotas. Cambio su estado y absorbió el contenido de las lágrimas.
Un rayo cayó
sobre el desierto.
Se reflejo en un pequeño, minúsculo prisma dorado que yacía, abandonado a su suerte, desintegrándose al sol.
La arena cambio de forma y el prisma fue hundiéndose paulatinamente en el hueco donde se encontraba.
Llego la noche, el silencio y la soledad. En el desierto se escuchaban ecos de sonidos irreales que reflejaban la angustia que rodeaba aquel lugar.
Al día siguiente, todo seguía igual.
O casi todo.
Una pequeña rosa con un sépalo dorado, ofreció sus pétalos de cristal al sol quien la adorno de brillo, de cadencia y de luz.
Y una mano humana, trastornada por el tiempo, descubrió la rosa y beso su sépalo.
Todos los derechos pertenecen a su autor. Ha sido publicado en e-Stories.org a solicitud de Maria Teresa Aláez García.
Publicado en e-Stories.org el 18.09.2009.
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